Dt 18,15-20: “El Señor, tu Dios, te suscitará un profeta como yo”.
Sal 94,1-2.6-9: Ojalá escuchéis hoy su voz: no endurezcáis vuestro corazón.
1Co 7,32-35: El célibe se preocupa de los asuntos del Señor, buscando contentar al Señor.
Mc 1,21-28: No enseñaba como los letrados, sino con autoridad.
Como excediendo sus propias capacidades, el olfato permite lanzar un veredicto sobre situaciones intuyendo lo que los otros sentidos no alcanzan a descubrir, para determinar si algo es bueno o malo, dependiendo de cómo nos “huela” el asunto. Esa intuición asociada al olfato (tal vez porque la nariz es el apéndice que se estira hacia adelante destacando sobre el resto de componentes de la cara), parece indicar que los acontecimientos desprenden como cierto olor (en modo figurado, claro), por el que declaramos anticipadamente su conveniencia o no.
Así, por ejemplo, los israelitas de los que nos habla la primera lectura, se olían a sí mismos pequeños y frágiles ante la presencia de Dios, por lo que requerían de este un mediador, como Moisés, para ser mensajero entre el Altísimo y su pueblo. Querían a uno que oliese como ellos para salvar distancias con el Señor, al que concebían sublime y terrible. Ese mediador le enseñaría el “olor” de Dios, para lo cual hace falta tener un trato de cercanía con Él. La promesa de esta persona de mediación se cumpliría de forma perfecta en Jesús, como se muestra en el evangelio.
No todo el que dice venir de parte de Dios viene realmente de Él y, entre los que deberían venir, no todos cumplen con lo que se esperaría de ellos. Tiene el Señor especial interés en que lo conozcamos, pero no lo hará sin mediador, Jesucristo, y con Él, de muchos otros que han de dar testimonio del Hijo de Dios. El olfato del pueblo es fino para descubrir al hombre de Dios del embustero, y al íntegro del tibio. Cuando uno habla en su propio nombre, cuando actúa con ocurrencias sin contraste, cuando las obras se aproximan a la improvisación o cuando se pretende imponer lo que se dice… entonces se huele poco a Dios.
En la actividad de Jesús que nos describe el evangelio de Marcos, se destaca en dos ocasiones su “autoridad”: primero con relación a su enseñanza y luego a su poder sobre el mal. En el primer caso en contraste con los escribas, los judíos conocedores de la ley, pero que enseñaban como de memoria, sin una relación estrecha con Dios; y en el segundo caso en contraste con los espíritus inmundos, que se imponían con violencia y miedo. En la autoridad de Jesús descubrimos una cualidad fundamental que el pueblo “olía”, percibía pronto y con claridad. Tiene su fuente en el Padre, que le da poder y lo envía para mostrar quién es Dios e instaurar su Reino. Indica que es señor de la historia y guía del mundo, para llevarlo a reconocer quién es su Dios y cuánto le ama. No se lo da a sí mismo, sino que le viene del Padre.
La autoridad de Jesús es el poder para cumplir con lo que Dios Padre le manda, promoviendo el crecimiento de toda persona. Esto excluye el miedo, la violencia, el avasallamiento, la imposición o el descuido, la indiferencia, la permisividad, el irenismo… Jesucristo huele a la misericordia y la verdad de Dios, lo que hace que su autoridad esté avalada, que tenga realmente la autoridad que busca el pueblo y que da lo que necesita cada persona en cada momento.
Es necesaria una relación asidua con Dios para obrar con la autoridad de Jesucristo. San Pablo en la carta a los Corintios de la segunda lectura habla de que esa relación es mayor entre los célibes que entre los casados, porque los primeros no tienen que preocuparse más que de buscar la voluntad de Dios, mientras que los segundos hay de agradar también a sus cónyuges. El texto precisa explicación con matices: porque quien busca la felicidad de su marido o mujer, ¿no está cumpliendo con la voluntad de Dios? En todo caso la relación con Dios le viene desde su propio contexto vital y, de ahí podemos decir también, que su autoridad le vendrá del Padre en la medida en que cumpla, en sus circunstancias, con aquello que Él le pide. Hacen falta personas con esta autoridad entre los casados, para testimoniar el amor de Dios en su amor esponsal; entre los consagrados, para dar testimonio de un amor sin exclusividad… y de cada uno en su estado de vida. Todos son “autoridades” que huelen al amor entrañable del Señor, que, en la medida en que es vivido desde Él, causan asombro entre los demás y se descubre en ellos a personas de Dios.