Dt 6,2-6: Teme al Señor, tu Dios, a fin de que se prolonguen tus días.
Sal 17: Yo te amor, Señor, Tú eres mi fortaleza.
Heb 7,23-28: Jesús permanece para siempre.
Mc 12, 28b-34: “No estás lejos del Reino”.
El oído está expuesto a todo lo que se le quiera decir, pero no pasará del solo oído al interior si no despierta el interés. Ni siquiera Dios se ha reservado la prerrogativa de llegar a las entrañas si no le damos permiso. Ahora bien, buscará el momento, la palabra, la persona… para penetrar hasta lo más hondo, pues somos de Él y caminamos hacia Él.
Moisés se dirigió al pueblo como el que tenía la misión de llevar su palabra al pueblo, pero también como el amigo que conoce de experiencia la amistad con el Señor. Abre su discurso con una contundencia que asusta: “Teme al Señor, tu Dios”. Dice el libro de los Proverbios que “El principio de la sabiduría es el temor del Señor” (Pr 1,7). Esto es una disposición reverencial hacia Dios, de agradecimiento y de estremecimiento por su grandeza, de expectación y confianza ante lo que Él haga y diga. Podría asemejarse a la admiración de los niños hacia sus padres. En esta actitud inicial es donde puede pedirse el cumplimiento de los mandamientos, cuya integración en la vida, dice el mismo Moisés, le dará longevidad, lo que debe entenderse hoy más que muchos años, una vida bien aprovechada, sea cual sea su duración.
El escriba se acerca a Jesús, como el pueblo se dirigía a Moisés. Reconoce en Él autoridad para una materia de tanta importancia. Es muy llamativo que pregunte sobre algo que parece obvio y que recoge, al menos en su primera parte, el primero de los diez mandamientos de la Ley de Dios. Tal vez este escriba, estudioso de la Ley, refleja la actitud de temo de Dios que requiere el acercamiento a la vida divina, como cierta ingenuidad de quien, aun habiendo estudiado y estudiado, sigue reconociendo que necesita maestro. Quien le enseñe no solo por dice, sino porque también vive. La aprobación a las palabras de Jesús es muestra de que su corazón está en sintonía con Dios.
Este es el fin de lo que llegó al oído para fecundar el corazón, una vida en Cristo, de reverencia, alabanza, admiración por el Señor, que ama primero y nos enseña a amar.