Jer 31,7-9: Vendrán todos llorando, entre ellos habrá ciegos y cojos, y yo los guiaré entre consuelos.
Sal 125: El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres.
Heb 5,1-6: «Tú eres sacerdote para siempre según el rito de Melquisedec».
Mc 10,46-52: «¿Qué quieres que te haga? - «“Rabbuní”, que recobre la vista».
Mucho habían visto ya los discípulos de Jesús junto a su Maestro y qué poco habían entendido. Habían contemplado milagros, escuchado enseñanzas con un autoridad inaudita, presenciado episodios con gente que iba y venía y recibían siempre algo de Jesús, habían oído por tres veces el anuncio de su pasión, muerte y resurrección. Tras todo esto, cuando se acercan los dos hermanos, Santiago y Juan, a pedirle a Jesús y este les pregunta: “¿Qué queréis que haga por vosotros?”, ellos piensan en un puesto importante. Qué decepción en su petición; tanto recibido y tan poco aprovechado.
El ciego, cuyo nombre nos deja el evangelista, Bartimeo, recluido en su cuneta, sentado, inactivo, indigente, va a resultar ser maestro de todos los demás acompañantes de Jesús: los que parecen ver, pero no ven en el sentido en que pretende Cristo. Le bastó a Bartimeo escuchar que por allí pasaba Jesús para dirigirse a Él con gritos. Lejos de facilitarle el encuentro con el Maestro, la gente que lo sigue intenta que se calle. Es una de las consecuencias de la ceguera espiritual: se entorpece el camino de los otros. Sin embargo, los que quieren silenciarlo, tras las indicaciones de Jesús se van a convertir en mensajeros de su llamada: “Ánimo. Levántate. Que te llama”. Entonces da un salto, dejando el manto que le servía para recibir el dinero de la limosna, se acerca a Jesús y se produce el encuentro con la misma pregunta que hizo a Santiago y Juan: “¿Qué quieres que haga por ti?”. En este caso pide lo que Jesús ofrece y puede dar: “Volver a ver”.
Partiendo de una misma posición de pobreza, discípulos y ciego, Bartimeo sabe lo que realmente es necesario, tal vez por ser consciente de la fatalidad de no ver y lo que eso implica. Entonces se convierte en verdadero discípulo, acompañándolo en el camino que lleva a Jerusalén, donde se completará su entrega en la cruz y su resurrección. Precisamente esto que ha sido anunciado a los discípulos hasta tres veces con claridad, es lo que ellos no ven, pero sí Bartimeo, que reconoce que necesita ver.
¿Vería Jeremías con esperanza entre tanto desastre cuando el destierro? Si no lo vio él, lo veía Dios, que aguzaba su vista para que viera también y para que pudiera transmitir esperanza al pueblo consternado por su situación. El Señor busca personas que aprendan a ver, reconociendo primero su ceguera, y que enseñen a otros aparentemente sin problemas de visión a ver realmente. El sanador de vista es el que muestra la Carta a los Hebreos como el sumo sacerdote según el rito de Melquisedec, el entregado para que tengamos vida y, poco a poco, conforme vamos descubriendo la misericordia de Cristo entregado por amor, ir también viendo.
Esta nueva forma de contemplar la realidad, en el ver del Señor, nos lleva a unimos al canto del pueblo de Israel al recibir con alegría la noticia de su regreso al hogar: “El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres”.