Gn 22,1-2.9-13.15-18: “Toma a tu único hijo, al que quieres… y ofrécemelo en sacrificio”.
Sal 115,10.15-19: Caminaré en presencia del Señor, en el país de la vida.
Rm 8,31b-34: Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?
Mc 9,2-10: “Este es mi Hijo amado; escuchadlo”.
Podría contar Abrahán las estrellas del cielo y entender la inmensidad de los granitos de arena de la playa, confiando en la descendencia que Dios le iba a conceder, pero ahora resultaba que su estrella más preciosa, su grano de arena más amado, su hijo, su único hijo, había de ser sacrificado a Dios. Tuvo que temblar hasta las vísceras con la petición de Dios. ¿No frustraba esto la misma promesa del Altísimo? ¡Que nos deje Dios en paz disfrutando con nuestro pequeño grano y nuestra estrellita, y renunciemos a todas las demás! ¿Qué nos importa a nosotros lo que venga después, si el presente, este hoy, nos trae tanto dolor?
Y con todo, Abrahán confió. Era reciente en el oficio de padre. Mucho lo había deseado, pero no llegó hasta la ancianidad. Y, ya sabemos, la paternidad transfigura a la persona, que sufre un vuelco interno hasta reordenarse en sus prioridades y recolocarlo todo en torno a esta nueva vida engendrada. Abrahán se transfiguró en padre, pero eso no le bastó a Dios, sino que quiso probarlo. Dios sabía bastante más de paternidad que Abrahán, la ejercía eternamente con su Hijo, y el patriarca estaba de estreno. Pero no solo, sino que, además, el Creador había extendido lo que con su Hijo con sus criaturas y los ademanes paternos y maternos se vertían con los humanos, hasta… hasta transfigurarlos. ¿Qué es eso de transfigurar? Es la transformación de algo de modo que revela lo que realmente es. El Padre transfiguró a sus criaturas humanas en hijos, lo que realmente eran, pues así los creó, para ser hijos suyos.
Por eso Abrahán, más que padre, era hijo y había de seguir el camino de buen hijo para llegar a ser un buen padre. Confiaba en Dios lo suficiente, ¿pero tanto como renunciar a su “paternidad” para ser un “hijo obediente”? ¿Tanto como para no impedirle a Dios que le arrebatase a su unigénito? De haberse opuesto al mandato de Dios, se habría mostrado como un padre con ansias posesivas, con pretensión de arrebatarle a Dios el puesto de Padre. Más quería Dios a Isaac que Abrahán, y más era Abrahán hijo de Dios que padre de Isaac; Dios se la concedió como don para que más aprendiera Abrahán a ser hijo del Padre bueno del cielo (obedecer al hijo en todas sus necesidades reales es obedecer a Dios). “Dios proveerá, hijo mío”, contestó a su hijo cuando le preguntó por el animal del sacrificio, y Dios ya había provisto, porque se escogió un amigo íntegro y noble.
Había que abrir una brecha en el horizonte. Como Dios la abrió para Abrahán para encontrarse con uno más padre que él y no dejar de mirarse a sí como hijo, Dios Padre volvió a abrir con su Hijo, descubriendo la consumación de su misión. Cristo se transfiguró ante cinco testigos. Dos testificaban en retrospectiva, desde el Antiguo Testamento; tres con los pies sobre el Nuevo. Un Cristo transfigurado es un Jesús resucitado en anticipo. El momento era el oportuno para manifestar lo que todavía no había llegado a su plenitud. Se revela glorioso en el momento en que se va a iniciar la crisis que desembocará en su pasión. Pronto muchos lo van a abandonar y se va a ver con solo un puñado de discípulos fieles. Sin sensación de fracaso, sino con la certeza de cumplir la voluntad del Padre.
“Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?”. Pero para creerse esto, que con tanta fuerza defendía san Pablo, hace falta tener una experiencia muy profunda del ser hijos de un Padre todo misericordioso. Esto es dejar que el Espíritu abra en nosotros una apertura hacia una unión más estrecha con Dios y una delicadeza mayor hacia los que, compartiendo a un mismo Padre, nos llamamos “hermanos”.
Gn 9,8-15: “El diluvio no volverá a destruir a los vivientes”.
Sal 24,4-9: Tus sendas, Señor, son misericordia y lealtad, para los que guardan tu alianza.
1Pe 3,18-22: Como poseía el Espíritu, fue devuelto a la vida.
Mc 1,12-15: El Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás.
Las aguas del Jordán donde se bautizó Jesús desembocaron en el desierto. Es hasta aquí donde nos lo lleva el evangelio de Marcos de este primer domingo de Cuaresma, justo después de haber narrado su bautismo por Juan en las aguas del Jordán.
Tan amenaza para la vida es el exceso de agua como su falta. El diluvio trajo una cantidad indigerible hasta para la tierra. Su fin era limpiar el mundo de todo su pecado. No lo explicamos como una aniquilación del pecador, sino del pecado y de su germen. Por eso, esa agua tan abundante serviría como símbolo para significar el bautismo, cuyo signo, el agua, es elemento purificador y de vida. El desierto, por otra parte, pone a prueba la entereza del creyente, forzándolo a luchar con la tentación.
Dos momentos en un mismo itinerario: agua para sepultar, para purificar, para renovar y desierto para probar, para fortalecer, para acrisolar. Las aguas del Jordán desembocan en el desierto. El Padre ungió con el Espíritu a Jesús en aquel bautismo con que se inicia su vida pública. Sin tener nada que perdonar, sí, sin embargo tenía que capacitarlo para la misión que a partir de entonces llevaría a cabo. Es el Espíritu el que habilita proporcionando una nueva dimensión que nos hace luchadores por el Reino. Pero en un segundo paso, el camino se convierte en aridez para atravesar, como por una puerta, un umbral estrecho y hacer trabajar las armas con las que nos pertrechó ese mismo Espíritu, sin que Él deje de actuar en nosotros. Es decir, el desierto es la abertura por la que hay que pasar para consolidarnos y legitimarnos como luchadores de Dios. A él empuja el Espíritu, como empujó a Jesús, para ser tentado por Satanás.
¿Y qué es este desierto para nosotros? Lo podemos experimentar como todo momento en nuestra historia en el que nos encontramos con una aridez o aspereza que nos pone en un aprieto ante el cual, o salimos airosos con nuevas fuerzas, o nos dejamos someter por la tristeza o la desesperanza. A esto lo llamamos tentación, que acude a nosotros en todo momento, pero más incisiva allí cuando menos pletóricos y entusiastas nos encontramos, cuando menos ganas tenemos de ser tentados.
“Fue tentado por Satanás”. Marcos no dice más del cómo, ni narra el contenido de las tres tentaciones como sí hacen Mateo y Lucas. Después refiere brevemente la predicación de Jesús en Galilea exhortando a la conversión y la fe en el Evangelio. Habría que considerar que en Jesús, más que un momento específico en su vida en el que fue tentado, hubo muchos momentos en los que sufrió, como humano, la tentación, hasta la más terrible en Getsemaní. Así se describiría en Jesús lo que sucede en nosotros mismos: que se alternan en la vida muchos momentos de tentación. Tomando de la espiritualidad de san Ignacio de Loyola, se puede hablar de dos grandes clases de tentaciones (de las que habla en el discernimiento de espíritus):
En ambos se ejerce presión para desanimarse y dejarse vencer, para renunciar al Espíritu Santo que actúa en nosotros, prefiriendo otras alternativas que hagan pasar deprisa por ese desierto tan incómodo.
Solo en la tentación podemos saborear la victoria de Dios en nosotros, porque solo es allí donde realmente demostramos y llevamos a cabo si es Él aquel por el que merece la pena morir y vivir, o es un compañero ocasional al que acudimos a conveniencia. Este primer domingo de Cuaresma invita a vivir los momentos de desierto desde el Espíritu que actuó en Jesucristo superando toda tentación, y prepararnos así a que el Espíritu nos vaya resucitando.
Lv 13,1-2.44-46: El sacerdote lo declarará impuro de lepra en la cabeza.
Sal 31,1-2.5.11: Tú eres mi refugio, me rodeas de cantos de liberación.
1Co 10,31-11,1: Hacedlo todo para gloria de Dios.
Mc 1,40-45: Acudían a Él de todas partes.
Por hacerle el favor a la sociedad, se desfavorecía a uno, hasta hartarlo de soledad. No había otra forma de protección ante el peligro de un contagio colectivo que aislar la amenaza. Esto hacía de la lepra una enfermedad especialmente dañina: hería en la carne y hería en el corazón. “¡Impuro, impuro, impuro!”, así, a gritos, el leproso saludaba con su desgracia, provocando a voces la huida del que se acercase. Este saludo describía su estigma, acuñado por la enfermedad y por el veredicto del sacerdote. La sentencia se quedaba con él, como un apodo, y ¿quién se iba a acordar ya de su nombre cuando la enfermedad le impedía incluso el trato cercano con otros? Solo la curación, legitimada por el sacerdote le permitía reintegrarse de nuevo en el pueblo (vuelta a las relaciones, a la vida social, a la comunicación con los iguales, al culto a Dios).
El Nuevo Testamento estaba tan lleno de leprosos como el antiguo; el protocolo sanitario-religioso seguiría siendo, al menos en mucho, lo mismo. Si la medicina no había traído ninguna novedad, tampoco el pueblo habría previsto nada nuevo. Había que apartar al enfermo irremediablemente. El hombre herido por la lepra arriesgaba acercándose a un sano, que podía despedirlo con insulto y agresión. Para el que ya ha sido agredido en su dignidad, condenado a la exclusión, quizás no provoque tanto riesgo. No eran excepcionales las curaciones de la lepra, aunque se consideraban como un milagro. Aquel hombre habría oído hablar de Jesús (la palabra atraviesa distancias que saltan de sanos a “impuros” y lleva el mensaje a los más apartados) y a él se acercaría como alguien milagroso. Los sacerdotes no podían curar, solo avalaban el contagio o la curación. Acercarse a Jesús es allegarse a quien es más que un sacerdote, porque él sí que tiene poder para el verdadero cambio.
Primero una petición humilde, hasta temerosa, del hombre enfermo. Es entrañable ese empeño por llegar hasta Jesús. Él le responde con un gesto, sobrio en la descripción del evangelista, pero muy sugerente: “lo toca”. Pone su piel sana sobre la piel enferma, la piel sanadora del Hijo de Dios hecho carne, junto a la del hombre que le pide a Él. Aunque las leyes habían establecido sus cauces para evitar ese contacto y mantener distancias, Jesús amplía las posibilidades de resolución del conflicto con mucha proximidad y curación por el tacto. Acompañan también unas palabras: “Quiero, queda limpio”, que lo diferencia radicalmente de los sacerdotes, inútiles para curar. Curiosamente, una vez curado, lo envía, como mandaba la ley, a que se presentara al sacerdote. No rechaza la ley, pero muestra su superación a través de una nueva respuesta, eficacísima, que produce la curación del enfermo, muy unida a la sanación de la herida en su dignidad y a la alabanza a Dios, autor de la vida, que cuida de toda vida; más aún, de “mi” vida.
Como es típico en Marcos, aparece la prohibición de divulgar el hecho (el secreto mesiánico). A Jesús, o se le mira en todos sus pasos, culminado su vida en la entrega de cruz, o los ojos se desviarán de lo central y se quedarán con un Cristo curandero. La cruz apetece menos que el milagro, pero es su meta. Sin cruz no hay curación definitiva de resurrección. El hombre sanado no puede o no quiere reprimir el entusiasmo y transgrede la prohibición. ¿Fue de alegría incontenida? ¿Apreció en su corazón algo más que a un Jesús milagroso?
La sociedad estableces sus propios cauces para solventar conflictos. ¿Serán definitivos? Muchos se fundamentan en distancias: poner tierra de por medio entre enemigos evita males. Jesús supera con creces. Su proximidad motiva un cambio real y de hondura que se abre a la misericordia de Dios, que no deja de sorprender cuando aporta una solución real, que mira a la persona para su salud íntegra, su salvación. Al expresar Pablo a los corintios que lo hagan todo para gloria de Dios, lo hace en el sentido de la búsqueda de lo que Dios pide a cada uno, y así habrá una respuesta nueva a planteamientos viejos que causen la victoria buscada por Dios en nosotros.
El saludo del apartado: “¡Impuro, impuro!”, es desplazado por el del abrazado por Dios: “¡Hijo de Dios, hijo de Dios!”, proclamando con rotundidad la propia salvación por aquel que me ha tocado en mi piel con un perdón entrañable y un amor que me pide llevar y compartir, para que todos se sepan igualmente amados incondicionalmente (sanados en sus heridas más íntimas). Ese nombre, hijo de Dios, unido al nombre propio, vivido con rostro radiante y vida coherente, ¿no atraerá miradas e interés en sentido inverso a como el enfermo de lepra las repelía?
Job 7,1-4.6-7: “El hombre está en la tierra cumpliendo un servicio; sus días son los de un jornalero”.
Sal 146, 1-6: Alabad al Señor, que sana los corazones destrozados.
1Co 9,16-19.22-23: 7,32-35: “¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio”.
Mc 1,29-39: “Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he venido”.
¿Cuántos días de madrugada hubo un solo motivo, más poderoso que todos los demás contrarios, para abandonar la cama? Uno solo, el trabajo. El alma, responsable en sus tareas, advertía al cuerpo de sus obligaciones y lo desperezaba con el aliciente de su compromiso. ¡Aúpa! -le decía- y el cuerpo, obediente, iniciaba su faena, su jornada laboral. El itinerario remataba en el salario, fruto a los esfuerzos. Una parte importante, pero ni la única ni la principal. La satisfacción de ponerse a disposición de una labor para servir y contribuir al bien de todos, de involucrar la propia energía, ingenio y conocimientos para producir algo beneficioso, es el bien más preciado de todo trabajo humano, donde cada tramo de actividad ensancha la propia vida del trabajador. Está bien que hablemos hoy (a raíz de estas lecturas y de la campaña contra el hambre de Manos Unidas) del trabajo.
Llegaron días en los que fue el alma no se despertó diligente adelantándose al resto; y entonces el cuerpo tuvo que decirle: ¡Vamos, levanta, alma! Y el alma, perezosa, no respondió y siguió acostada, y el cuerpo se fue solo, desalmado, y taciturno, tremendamente rutinario. Cuando se desprovee al trabajo de su elemento más entusiasmante, que es esa capacidad para que la persona prospere poniendo a disposición sus cualidades y posibilidades, entonces pierde su identidad, al convertirse en un seco elemento de mercado con valor exclusivo de cantidad. El ánimo se disipa y el alma rehúye encontrarse en una situación así, donde vive incomodada por una actividad que se ha deshumanizado. Perdiendo el trabajo su humanidad, su encanto, solo queda el estímulo del fruto monetario para comprar y procurar satisfacer lo que no consigue el oficio. Tener más, para comprar más y no colmar lo que antes sí conseguía un trabajo digno en condiciones dignas.
Job se quejaba de su trabajo. La amargura se adelantaba a su boca para hablar, porque había sido tocado por la desgracia. El sufrimiento puede hacer decir desde la hiel, con pronóstico rancio, o puede delatar una situación de injusticia, para lanzarse a una actitud de rebeldía amable, de no condescender con lo que no está bien, con una situación laboral que no mira por el bien del trabajador. La consciencia de la brevedad de la vida lleva a unos a resignarse acomodándose a la no protesta, y a otros a armarse hasta los dientes, para proteger hasta el último resquicio de su vida. Job esperó, a pesar de su amargura, y se sostuvo porque esperó en su Dios.
Apóstol también es nombre de oficio. Dios contrata, y el contratado se implica en la aventura de hablarles a los otros trabajadores de la dignidad de todo hombre, hecho a imagen y hacia la semejanza de Dios. Entre sus cometidos, defender toda aquello que promueva al hombre hacia Dios y censurar lo que lo interrumpa o entorpezca. Esto es irrenunciable y hoy de forma más necesaria aún con el ámbito laboral. El oficio de apóstol lo creó Jesús. Él mismo lo ejerció trabajando para enseñarnos a un Dios Padre que no deja de trabajar para la salvación de los hombres, para la venida del Reino de los cielos. En el evangelio de este domingo Marcos nos describe una jornada laboral de Jesús, donde no puede faltar el espacio reservado al trato con el Padre, la oración.
Pablo fue contratado por el Señor para este empleo camino de Damasco, y dese entonces lo vivió como una necesidad: “¡Ay de mí si no evangelizare!”. Esto es trabajo vocacionado. Aunque el contratista sea bueno, Dios, no están ausentes los peligros, cuando el empleado trabaja ajeno a su Señor y hace y deshace por gusto propio. También aquí se disgusta el alma.
No cabe duda de que el trabajo es una de las realidades humanas más importantes y la injusticia laboral una de las principales causas del hambre en el mundo. Cuando se le niega el trabajo a alguien, cuando las condiciones laborales no son dignas, cuando el salario es injusto, cuando se trata a la persona trabajadora como un productor a secas… se está generando pobreza, se está despreciando al ser humano, se está insultando a Dios.
Aunque hay todavía una razón más contundente para levantarse a la faena: Dios. El amor del Padre despertaba a Jesucristo de madrugada y lo ponía en movimiento. Era su primer trabajo. Y ha de ser también el nuestro, para no vivir nuestra fe con ociosidad. El oficio de apóstol nos toca un poco a todos, el de profetas sin lugar a dudas a todos por entero, con la necesaria preocupación por la protección de la dignidad de toda persona y sus quehaceres. Trabajar por el Reino será cada vez, dadas las circunstancias actuales, trabajar por el trabajo digno de todos y porque el fruto de sus labores se emplee también para la promoción humana, que no hay mayor alabanza a Dios que el hombre viva en plenitud.
1Sm 3,3b-10.19: “Aquí estoy, vengo porque me has llamado”.
Sal 39,2.4.7-10: Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad.
1Co 6,13c-15a.17-20: ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?
Jn 1,35-42: ¿Qué buscáis?
No es lo suyo la discreción, se yergue protagonista para dar protagonismo a otros, se adelanta para pasar sobre él como sobre ascuas y aterrizar en algo de mayor importancia. La obra del dedo que señala no se completa en sí mismo, sino en aquello hacia lo que indica; cumple el sencillo servicio de señalar a otro que no es él.
También los dedos que señalan algo grande tienen sus enemistades, generalmente otros dedos que trabajan para el despiste. ¿Quién va a llamar a un niño? ¿Quién en la oscuridad de la noche? ¡Demasiado niño, demasiado nocturno, demasiado inoportuno…! Una llamada, dos llamadas, tres llamadas… y todas pronunciando su nombre: “¡Samuel!”. Hasta la tercera no supo el sacerdote Elí. Ni por sabio, ni por anciano ni por sacerdote; no supo que era Dios el que llamaba al niño Samuel. Cuando entendió indicó con su dedo hacia otro sitio, hacia la Palabra de Dios que buscaba una respuesta. Una madre, Ana, había entregado a su hijo unigénito para consagrarlo a Dios. Samuel creció destetado entre sacerdotes en el templo de Dios en Siló. Sabía el anciano sacerdote Elí que no era su hijo, sino de Ana; Ana sabía que no era suyo, sino de Dios y a Dios volvía. Hoy habría dedos en otras muchas direcciones menos en la correcta: es “mi” hijo, es “mi” futuro, es “mi vida. La llamada solo obtiene respuesta cuando no nos apropiamos de lo que no nos corresponde, ni siquiera de la vida, que viene de Dios y ha de ser ofrecida a Él. Para reconocer el paso de Dios e indicar hacia Él hay que saber de Dios; el trato de amistad con el Señor facilita que el dedo se estire sin complejos indicando hacia el lugar oportuno. ¡Si al menos tuviéramos cada uno un Elí, hombre de Dios, para indicarnos hacia Dios!
Otro dedo índice que señala a Dios: “el cuerpo”. Nuevo juego de despiste: “mis sentimientos”, “mis necesidades”, “mis placeres”… Todos indicando de forma laberíntica hacia el ombligo, centro geográfico del mismo cuerpo; centro, pero nada más que en la geografía. Su centro verdadero está en Dios, que fue quien lo creó y a Él indica. Indica hacia el Padre y se encuentra con el Hijo, con un cuerpo radiante de resurrección, que es la gloria, el culmen de nuestro propio cuerpo; y el Hijo señala hacia nosotros, cuya vida es la gloria de Dios. Valorando el don de la vida de Dios en nuestro cuerpo y agradeciéndolo, nos hace respetuosos, protectores y promotores de todo cuerpo, templo del Espíritu de Dios, llamado, vocacionado, para hacerse todo de Dios sin perder en nada su identidad.
Un último índice, desde las lecturas de este domingo: el de Juan el Bautista. Dedo para los que buscan la verdad, y la justicia, y la sabiduría y la misericordia. Apunta a Jesucristo, con la convicción de quien lo ha experimentado antes. No hay dedo eficaz si no hay discípulos dispuestos a la aventura. Pasan de un maestro conocido, a otro desconocido; pero se fían. Otro nuevo Elí, aún más audaz, que se significa solo con protagonismo de dedo y deja a otro el papel principal. Cumplió su función y desapareció. La chispa de un dedo sabio, con la sabiduría de los amigos de Dios, les llevó a la fuente de la luz y se quedaron con Él. La llamada prendió dejándoles huella hasta grabar en su memoria el momento con precisión: “hacia las cuatro de la tarde”. Es el recuerdo de quien interpreta su vida, tal vez ya anciano, después del seguimiento de Cristo y hace evaluación de su camino. ¿Mereció la pena? “Las cuatro de la tarde” delata una memoria, que perezosa para conservar las malas experiencias, pone detalle en aquello que le trajo más felicidad.
No habrá “cuatro de la tarde”, momento singular y de cimiento, para los que no se sintieron llamados más que a disfrutar del instante. Hambrientos de fugacidades, no tendrán historia, sino fragmentos repentinos sin conexión ni continuidad, marchitos para la plenitud. La respuesta a Dios, a la llamada: la vocación, florece en una historia de sentido, porque se injerta en la misma historia de Dios preparada para mí, que es la historia de la salvación. Todos tenemos nuestra “cuatro de la tarde” en la que Dios nos llamó y sigue llamando para la vida más plena.
Sal 24,4-9: Señor, enséñame tus caminos.
1Co 7,29-31: La representación de este mundo se termina.
Mc 1,14-20: “Convertíos y creed en el Evangelio”.
¡¿A Nínive?! ¿A predicar a Nínive? Muchos reparos podía encontrar Jonás para oponerse a la voluntad de Dios que le pedía que predicase en la gran ciudad su destrucción. Era una ciudad corrupta, lejana y la capital de Asiria, el pueblo que arrebató su tierra a Israel, deportando a muchos de sus miembros (antes de los babilonios), con una actividad bélico especialmente violento y criminal. ¿Tendría que ir al epicentro de la hostilidad contra Israel? Jonás intentó escapar, pero la insistencia de Dios (con estancia en el vientre de la ballena incluida) provocó que finalmente Jonás cediese. Y fue; fue a predicar. Este libro didáctico se escribía en un momento en que en el pueblo de Israel aparecía un preocupante germen xenófobo. El contraste entre el protagonista y los ninivitas es muy sugerente. Jonás el creyente judío, el profeta, que sin embargo rehúsa cumplir la voluntad de Dios hasta huir de Él y que solo después de mucha insistencia divina acepta con resignación; Nínive, el pueblo enemigo e infiel, pecador y corrupto, que en cuanto escucha las palabras de Jonás llamando a la conversión, cambia de vida. La tibieza de Jonás (hacían falta tres días para atravesar la ciudad) se encuentra con el entusiasmo de toda una ciudad (un tercio de la predicación requerida les bastó para la conversión de todos). ¿Quiénes somos nosotros para juzgar a nadie indigno del amor de Dios, de su misericordia?
El anuncio de la realidad futura que en Jonás es negativo: habla de destrucción sin no hay conversión, se convierte en positivo en las lecturas del Nuevo Testamento. Pablo habla de una realidad nueva, de mucha más consistencia, pues llama a esta “representación”, y por ello invita a vivir las actividades de este mundo no con indiferencia o con poco interés, sino conscientes de que no son realidades definitivas, porque el mundo preparado por Dios que será la consumación de toda la creación es muy superior a todo eso, que en definitiva es preparación de lo que está por venir. En el pasaje de Marcos también hay anuncio de algo nuevo, Jesucristo lo llama “Reino de Dios”, y lo predica como algo inminente. La llamada a la conversión y a la fe en el Evangelio es el eje de la misión de Jesús, que rubricará con su propia vida. La implicación de la vida propia es fundamental para la acogida del Reino que está llegando; la llamada al Reino es una llamada universal a la conversión.
¿Convertirnos de qué? Azuza tal vez Dios demasiado queriendo en nosotros una santidad que nos resulta inalcanzable. No es así. El cambio abre una puerta hacia esa nueva realidad anunciada por Pablo y que Jesús llama Reino de Dios. La bondad en términos generales, no nos sienta mal, pero se nos queda pequeña, porque hemos sido creados para la santidad. Ser buena persona es aceptable para una meta detenida en este mundo, para el Reino de los cielos es preciso que la santidad de Dios no encuentre oposición en nosotros y su voluntad sea como pan cotidiano en nuestra mesa. Para ello en primer lugar hay que reconocer aquellas faltas en nuestra vida que suponen un frente contra Dios y donde nos descubrimos muy deficientes. La conciencia del mal que provocamos tiene que ver mucho con la concepción que tenemos de Dios. Si es un Dios contable, llevaremos cuentas de lo que nos debe y podremos decir: ¡Ya he cumplido! También llevará cuentas de venganza sobre los que nosotros consideramos malos y pondrá un castigo ejemplar. Si se trata de un Dios dócil y anodino, nos escaparemos de cualquier exigencia y sacrificio con un ¡todo está bien, no pasa nada! Por poner dos posibilidades. No tienen por qué darse estas imágenes tal cual, basta con que algunas de sus semillas permanezcan en nuestro corazón y nuestra mente.
El Dios de Jesucristo es el Dios de la misericordia. El que ama incondicionalmente y exige cambio; el que perdona en todo momento, pero pide perdón de los que nos ofenden; el que invita a considerar como pasajeras muchas de las cosas a las que le damos excesiva importancia, pero Él antes se ha despojado de su misma vida por amor a nosotros. La medida en que no sentimos el deseo de progresar hacia Dios es la medida para darnos cuenta de que necesitamos una conversión más a fondo.
Jesucristo eligió a unos trabajadores para seguir trabajando en otro oficio, el de predicadores y vividores del Reino de Dios. Sorprende ese “inmediatamente” con que dejaron sus aperos de pesca Simón y Andrés y luego Santiago y Juan. Quizás estaban deseosos de llamada. Cada cual tiene su tiempo para ese momento singular de cambio, que no tiene por qué ser abrupto o radical, cuando ya se camina en sentido hacia Dios. Interesa mucho estar atentos a las personas y circunstancias que Dios pone en nuestra vida donde hay muchas sugerencias a un seguimiento más a fondo. San Pablo, cuya conversión celebramos hoy, lo recibió cuando más se había radicalizado su postura en contra de los cristianos. A nadie se le puede llamar “condenado”. Y ninguna edad es inoportuna para este seguimiento, por eso, la INFANCIA MISIONERA que celebramos hoy, nos recuerda por una parte la necesidad del anuncio del Reino, del amor de un Dios que nos tiene preparado una meta maravillosa de gloria (que requiere nuestro trabajo en la realidad presente) en muchos lugares de nuestro mundo, en nuestro país y todavía con más urgencia en las tierras donde aún no ha llegado el mensaje de Jesucristo. Y por otra parte, que los niños cristianos se sepan seguidores de Jesús con responsabilidad en anunciar y creer en su Evangelio.