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En Santa María TODOS LOS DOMIGOS de 19.00 a 19.30

En Las Mínimas TODA la mañana de 9.30 a 13.00

 

 

 

 

 

 

Ciclo B

REFLEXIÓN DOMINGO XVII T.ORDINARIO (ciclo B). 26 de julio de 2015

 

2Re 4,42-44: Comieron y sobró, como había dicho el Señor.

Sal 144,10-11.15-18: Abres Tú la mano, Señor, y nos sacias.

Ef 4,1-6: Esforzaos en mantener la unidad del Espíritu, con el vínculo de la paz.

Jn 6,1-15: Jesús tomó los panes, dijo la acción de gracias y los repartió a los que estaban sentados.

 

“Estaba cerca la Pascua” y, por tanto, era primavera o quedaba muy próxima. Sentado sobre la hierba de aquella montaña, Jesús podría distinguir con claridad la multitud de personas que se acercaban a Él venidas de muchas partes. Mientras ve llegar a tantos, sentado puede pensar, meditar, contemplar, distraerse también. El asiento es bueno para reflexión, por eso hay que sentarse muchas veces, o al menos detenerse, para poder dedicar tiempo a contemplar y luego poder actuar.

Aquellas personas que se acercaban en pendiente hacia el Maestro sugerirían distintas cosas a Jesús y a sus discípulos; dependía de cada corazón. Su ascenso no era en balde, subían por algo. Ese algo, era un alguien y ese alguien era Jesús. ¿Qué estaría Él dispuesto a darles en este momento? Ya había dado tanto: Palabra, curación, expulsión de demonios… Los miró y entendió que lo más urgente en este instante era darles comida. Y no se contentó hasta que no se la dio.

                La prioridad del Reino de los cielos con predicación y signo queda como oculta en este pasaje, adelantada por la urgencia de saciar el hambre. ¿O es quizás este dar de comer también una realidad inseparable del Reino? Buscar el bien espiritual sin que haya preocupación por el bienestar del cuerpo, más que espiritual es fantasmagórico. Cristo busca y trabaja el bien íntegro de la persona y nos urge a que nosotros colaboremos con ello.

Ahora tocaba dar de comer, lo que tal vez ni siquiera esperaba aquella multitud; así lo entendió Jesús y así lo realizó. Es el momento de ponerse en pie, y pide para ello ayuda a sus discípulos. Hay reticencias: frenan los humanos reparos por las humanas cuentas. Cuando la fe toca incómodamente nuestra vida concreta, entonces nos armamos de reservas, como sucedió con Felipe. No supo en ese momento que el Maestro no pediría más de lo que se pueda dar, pero lo pedirá, y el resto lo hará Dios Padre. Un poco de comida llegará a unos pocos, no hay que hacerse ilusiones. Pero, si necesitan comer, ¿dejará el Padre bueno sin lo necesario al resto? La respuesta de Jesús es un signo para confiar en la providencia divina y en el trabajo y la generosidad humana. Reconocer a Dios como Padre implica reconocer a las otras personas como hermanos y buscar el momento para sentarnos juntos y comer de la misma comida de la creación de Dios. Y comer también del mismo banquete de Jesucristo Pan de vida.

Se sentaron todas aquellas personas. No solo para la reflexión, el asiento también es necesario para recibir de Dios con calma y que nada se desperdicie. Haciéndolo así no podrá faltar la acción de gracias ni tendrá por qué dejarse a alguien sin su alimento. Todos comieron, se saciaron y recogieron las sobras. Superó el milagro del profeta Eliseo, que con más dio de comer a menos. El milagro de Jesús sobrepasa tanto los milagros antiguos como los cálculos humanos.

¡Que nada se desperdicie! Pues no puede malograrse el don de Dios. ¿Entendieron los discípulos el signo? Hasta su resurrección no. Aquellas gentes que comieron hasta hartarse supieron menos aún: entendieron en Jesús un rey de pan, solo de pan, pero no el Pan vivo bajado del cielo, ni el Hijo de Dios que quiere la salvación íntegra de todos y busca nuestra colaboración por la justicia social, para que todos tengan que comer… y  educación, y acceso a la sanidad, y un trabajo digno, y servicios… ¿Habremos entendido nosotros este signo; sentarse,  observar lo que Dios pide y levantarse para trabajarlo; lo que significa comer el Pan de Dios en la Eucaristía?

DOMINGO XV T.ORDINARIO (ciclo B). 12 de julio de 2015

 

Am 7,12-15: “Ve y profetiza a mi pueblo Israel”.

Sal 84,9-14: Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación.

Ef 1,3-14: Él nos eligió en la persona de Cristo para que fuésemos santos.

Mc 6,7-13: Ellos salieron a predicar la conversión.

 

Los forasteros son recibidos con sospecha por los del pueblo. Si son gente de traer bueno, recibirán pronto acogida; si se intuyen intenciones malas, se les cerrarán puertas y ventanas. La costumbre de tanto mentiroso y estafador y malhechor hace desconfiar; también los hay ingenuos que engañan sin saber y hablan de un camino que no conduce a ninguna parte.

            Tras el fracaso en su pueblo de Nazaret, donde fue recibido con escepticismo e indiferencia, Jesús va a otros pueblos de Galilea, no por sus propios pies, sino por los de sus discípulos, que se le adelantan con un envío misionero. Van a llevar el mensaje pobre del Evangelio, que es el de la riqueza de Dios, para mover a conversión, para echar demonios, para curar enfermos. Con sus palabras predican la Palabra del Maestro, con la autoridad del Señor espantan espíritus inmundos y con sus manos ungen los males de los que sufren. Si aprendieron bien, lo harán bien, cada uno a su modo, pero obedientes al mandato de su Señor. Y así fueron de dos en dos por los pueblos donde Él les dijo.

            Esta primera salida múltiple de la que nos habla Marcos por parte de los Doce por los pueblos de la comarca augura la salida apostólica hacia todos los lugares del mundo tras la muerte y resurrección de Cristo. El núcleo de la Iglesia nace en movimiento y no deberá dejar de moverse, como Dios se movió de las Alturas para ser un andariego entre los seres humanos hasta volver a lo Alto. La pobreza de sus pertrechos acredita al mensajero de Dios, que lleva el mensaje de un Dios que se ha hecho pobre por amor e invita a la pobreza para poner nuestra confianza en Él y solo en Él y toda en él. Lo necesario para el camino y nada más, no sea que distraiga al mensajero o a quien se le lleva el mensaje; no sea que haya tentación de acumular y ralentizar el paso o querer hacer morada y detenerse. Parece que este pasaje delata la situación misionera de la Iglesia primitiva, que no ha de dejar de ser también la nuestra.

            El episodio podría causar una doble incomodidad: la del mensajero que tiene que moverse, aunque no le apetezca y presienta los peligros del camino y los desmanes de los receptores, y la de a quienes está dirigido el mensaje, presumiblemente reacios inicialmente a escuchar palabras que les pinchen para iniciar una vida más exigente. Al profeta Amós lo despidió el sacerdote Amasías sin que aún hubiera realizado su trabajo. También el religioso puede estorbar al religioso cuando trae un mensaje contrario a las expectativas ya en obra; ¿quién puede retener a Dios para creerse que lo tiene consigo sino se mueve con Él?

            Partimos de Dios para volver a Él y en el camino habremos hecho siembra de cuando recibimos de su parte aquí y allí o descuidamos nuestros quehaceres por perezas, porque preferimos nuestros proyectos al de Dios. Habiéndonos elegido Dios para ampliar sus pasos, prolongar su palabra, extender su autoridad sobre los demonios, alargar sus manos sanantes… ¿qué hacemos tan frecuentemente parados?

DOMINGO XIv T.ORDINARIO (ciclo B). 5 de julio de 2015

 

Ex 2,2-5: “Te hagan caso o no te hagan caso, sabrán que hubo un profeta en medio de ellos.

Sal 122,1-4: Nuestros ojos están en el Señor, esperando su misericordia.

2Co 12,7b-10: Muy a gusto presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo.

Mc 6,1-6: “No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa”.

¡Que vengan magos, acróbatas y titiriteros con los que se congracian los sentidos y se olvidan los problemas! Cuanto más exóticos, cuanto más lejanos, cuanto más impronunciables sean sus nombres más expectación despertarán entre nosotros., hastiados por la rutina cotidiana. Nuestros ojos y oídos se rinden a quienes ofrecen diversión y solaz inauditos; suficiente sacrificio y pesar trae consigo la vida corriente como para abrirse a voces monótonas o de incordio. Cada cual busca su espectáculo para el entretenimiento. No molestan, no interpelan, no exigen: se toman y no hacen daño. Por eso tienen poco éxito los profetas, ya no se les espera y apenas se les escucha si es que encontramos alguno por el camino. Lo que traen desentona con los gustos actuales.  

Quien toma púlpito en lo público y no ofrece diversión casi que está condenado al fracaso. Esto también sucede con Dios, al que se le deja un estrecho espacio entre los pasillos de nuestro corazón que llamamos “espiritualidad” y que hemos encadenado a la tiranía del sentimiento. La mirada a Dios está condicionada a “sentirnos bien”. Pero el Señor sigue enviando profetas, estos personajes que revelan la tibieza y la mediocridad de unas vidas que se conforman con poco y se cierran a la realidad más bella. Son como los pastores de la memoria de Dios. Viven entre nosotros, los pocos que aún quedan, y, aunque se les da poco crédito, porque sus palabras no interesan, o interesan solo a medias, siguen fieles a su misión. Insisten en mostrarnos lo maravilloso de nuestra vida, escogida por Dios y necesitada de Él.

            El profeta de Nazaret, tal vez el único que tuvo este pequeño pueblo de Galilea, pero el más grande de los profetas, regresó a su tierra y se puso a enseñar en el lugar donde se recitaba y se escuchaba con atención la Palabra de Dios. Tantos oídos y tantos ojos implicados en aquel paisano elevaría las expectativas. Empezó a enseñar y asombró a la multitud, pero, al mismo tiempo, comenzó también a inquietar: “¿Cómo va a profetizar uno de los nuestros?”. El nombre de Jesús sonaba a tan familiar, tan modesto, que enseguida provocó desencanto entre sus paisanos asombrados. Se des-asombraron mirando a Jesús como se mira a quien no cabe que asombre, porque se trata de un conocido, un igual. Conocían su origen, a su familia, su oficio ¿qué podían esperar?  Nada más que lo que podía esperar cada uno de ellos de sí mismos: un nazareno, otro más, un cualquiera. Lo que causa coraje del profeta es que habla de mi cotidianidad el que es tan cotidiano como yo; que diga de los problemas del pueblo un paisano; de las desgracias de mi familia, un familiar. Hasta tal punto se tomó Dios en serio la encarnación que sus paisanos no lo tuvieron en cuenta, porque les parecía demasiado paisano y poco de Dios.

            Pero, no obstante, el profeta de Nazaret hizo escuela como Maestro de otros profetas despertados con sus enseñanzas, con toda su persona. Pablo de Tarso se convirtió en profeta, en ardiente predicador de la Palabra de su Señor, aunque siguió siendo tan Pablo y tan de Tarso como antes. No superó lo humano y no desaparecieron de él luchas y fatigas. Esa “espina en la carne” de la que habla es signo de su debilidad, y así lo vive, para recordar que es frágil  y que solo podrá ser fuerte en la fuerza de Dios. Así es también el profeta para los demás, una púa que se clava en la carne para que no olvidemos que somos carne, pero carne de Dios y a Él tenemos que acudir, y cualquier camino para evadirnos de esa carne, de esa humanidad es un movimiento frustrado hacia la infelicidad.

Menos mal que sigue habiendo profetas que nos recuerdan nuestras actitudes suicidas y dañinas, aunque no queramos oírlos.  

Domingo XII T.Ordinario (ciclo B). 21 de junio de 2015

Jb 38,1.8-11: El Señor habló a Job desde la tormenta.

Sal 106,23-24.25-26.28-29.30-31: Dad gracias al Señor, porque es eterna su misericordia.

2Co 5,14-17: El que es de Cristo es una criatura nueva.

Mc 4,35-40: “Vamos a la otra orilla”.

La geografía no deja margen para más posibilidades; no hay más orillas, solo dos: ésta y la otra. Ésta orilla es la conocida, donde convivimos con los nuestros, cuyo terreno nos resulta familiar y muchas veces recorrido, hasta poder describirlo casi de memoria; en ella está nuestro hogar, abierto a la acogida a todo el que venga queriendo ser uno de los nuestros. En la otra orilla comienza la tierra de los ajenos, los que no comparten palabra y mesa familiar con nosotros, los que nos resultan lejanos y con los que contrastamos en diferencias importantes. Es un lugar poco transitado y en muchos sentidos desconocido. De este modo, el río Jordán y el mar de Galilea servía de separación entre judíos y gentiles, creyentes en el Dios de Abrahán que había hecho alianza con su pueblo y creyentes en diosecillos falsos vinculados a las fuerzas de la naturaleza. Entre unos y otros, agua de por medio.

               No eran frecuentes las incursiones en tierra de paganos por parte de los judíos de esta parte del lago, de esta orilla. El agua del mar de Galilea aportaba alimento a los ribereños, por eso había que arriesgarse a insertarse en las aguas mar adentro buscando el sustento. Para ganarse el pan hay que superar los miedos. El pie se planta seguro sobre suelo firme, duda en la tierra quebradiza y se hunde en el piso líquido. No apetece el camino sobre una superficie tan insegura, tan incierta; si dudan los pies, duda todo el cuerpo. Y esto impidió a muchos pueblos traspasar las fronteras que ponía la tierra firme. Pero el ingenio humano inconformista e indagador, buscó resolver estas dificultades y encontró el modo de poner algo consistente entre el agua y sus pies, y que, al mismo tiempo, permaneciese a flote: el barco. No solo permitía sostenerse sobre las aguas, sino también desplazarse a través de ellas hacia otros lugares.

               La barca de los discípulos de Jesús era un instrumento de trabajo. Jesús le da en ocasiones otras utilidades, también necesarias para su propio trabajo. Alguna vez la utiliza de púlpito para hablar a la muchedumbre que lo escuchaba en la costa; en varias ocasiones es el vehículo que le permite ir a la otra orilla con algún propósito. Los apóstoles, el ejemplo más elocuente es el de Pablo, la utilizaron para llevar el Evangelio por todas partes. Para nosotros, más que lugar de trabajo, la barca es nuestro hogar, porque no dejamos de hacer travesía, somos peregrinos, y esto sobre unas aguas sobre las que solo podemos perseverar navegando juntos y en el mismo barco, la Iglesia. Habrá quien se atreva al nado solitario, pero pronto le acudirá el cansancio y el mar lo engullirá a poco que se agiten sus olas.

               Navegar en esta barca no exime de contratiempos. En el mar de esta vida, como en el de Galilea, las tormentas no son infrecuentes. A veces hasta zarandear el barco en el que nos sentíamos seguros y vernos en peligro. No es difícil que hay miedos e incluso angustias, desacuerdo en cómo se gobierna el barco y fricciones con los demás pasajeros, hasta el punto de querer abandonar la nave y hace el trayecto a mi manera. Más aún si parece que Cristo está ausente o dormido.

               Dios respondió a Job en la tempestad y se descubrió cercano en el sufrimiento y misterioso hasta no poder abarcarlo ni sujetarlo. También acompaña en esta barca que es la Iglesia, en ocasiones casi imperceptible, otras veces acallando las tempestades, y siempre presente. La comunión que exige el trabajo dentro de esta nave para que avance hacia el Señor, mientras desembarca en otra orilla para ofrecerla como hogar hacia Dios, es una responsabilidad que exige que valoremos el trabajo de todos y nos esforcemos por hacer el propio trabajo. Dios hace todas las cosas nuevas; ahora toca que nosotros nos dejemos renovar e ir juntos hacia donde no sabíamos ni esperábamos, pero donde Dios envía en esta barca antigua y nueva, necesitada de reparación y con un potencial de travesía y de acogida sin límites.

DOMINGO XI T. ORDINARIO. 14 de junio de 2015

 

Ez 17,22-24: “Yo, el Señor, lo he dicho y lo haré”.

Sal 91,1-2.13-16: Es bueno dar gracias al Señor.

2Co 5,6-10: Caminamos sin verlo guiados por la fe.

Mc 4,26-34: Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender.

 

Las semillas no son muy amigas de los pájaros. Ellas encuentran su trabajo en la tierra, ellos en el cielo; ellas se atarán a un terreno para prosperar, ellos camparán libremente de aquí para allá; ellas alcanzan su sustento de lo que viene del cielo, en agua, luz y sol, ellos se alimentan de lo que da la tierra, como las semillas. Y, sin embargo, como sin tenérselo en cuenta, estas mismas semillas amenazadas por el hambre de los pájaros, cuando se conviertan en arbusto leñoso o en árbol maduro, se ofrecen a darles cobijo para que hagan sus nidos. De una u otra forma la semilla protegerá la vida de estas aves, proporcionándoles alimento o casa. Y es que cada semilla esconde en su pequeñez algo grande que tiene que ver con un movimiento de vida para dar vida.

En las parábolas del Evangelio de este domingo Jesús acude a la imagen de la semilla para habar del Reino de Dios, como si siguiese una dinámica similar a la de las pepitas de las plantas: de lo diminuto e insignificante a lo maduro y grande. Nos propone dos parábolas. Ambas arrancan de la semilla para acabar en el desarrollo de lo que internamente tienen escrito, aunque cada una con un matiz diferente.

La primera parece destacar el carácter irreversible del Reino de Dios. El proceso está en marcha y su éxito final no depende del trabajo del labrador, es decir, de nosotros. No tenemos poder para acelerar el movimiento de la semilla y que, antes de tiempo, se convierta en espiga madura. Su labor es la de favorecer con todos los instrumentos posibles (preparando la tierra, regando, quitando mala hierba) lo que crece de forma misteriosa y sin saber cómo. El triunfo de Dios en este mundo, que es la instauración de su Reino, es casi imperceptible de un día para otro, paulatino, pero seguro. Ninguno de los intentos humanos por instaurar unas relaciones sociales para el bien de todos que no cuente con el proyecto de Dios podrá prosperar satisfactoriamente, porque en estos empeños (y la historia así lo demuestra) existe una lógica voluntad de bien que choca con la tendencia egoísta al pecado, a la exclusión del más débil y la preponderancia del poderoso, bien invadiendo la libertad del otro, o bien despreciando una libertad indiferente a las libertades de los demás y a sus sufrimientos, sin propósito de servicio para el bien común. Dios sabe cómo; es misterioso, no sujeto a lógicas humanas, pero eficaz. De lo pequeño Él sabe sacar algo grande.

La segunda subraya más la diferencia de tamaño, de hecho, el grano de mostaza es una semilla diminuta y cuando llega a su madurez se convierte en un arbusto casi con tamaño de árbol. Es ahora cuando los pájaros ponen su casa en sus ramas. Cuando semilla, la podían comer; cuando el brote tierno, lo podrían tronchar; ahora casi árbol, es el momento de sostener lo que antes no podía.

                Es una invitación a la paciencia, a la perseverancia, a dejar paso a la acción de Dios sobre nuestras acciones, porque Él guía mirando a un proyecto con perspectivas amplias, de historia de salvación. Pidiendo nuestra colaboración, con nuestros trabajos y esfuerzos, no deja todo el peso en nosotros. Es Él quien hace prosperar y nosotros ayudamos. Para nosotros, un alivio; para Él, la alegría del servicio a sus hijos por quien ha entregado la vida de su Hijo. El mundo camino, no hacia su destrucción, sino hacia la madurez, porque, aunque los humanos nos opongamos, con nuestro pecado, es Dios el soberano de la historia  todo lo creado tiene la genética de marchar hacia la plenitud del Reino. 

SOLEMNIDAD DEL SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO. 7 de junio de 2015

 

Ex 24,3-8: «Ésta es la sangre de la alianza que hace el Señor con vosotros, sobre todos estos mandatos.»

Sal 115,12-13.15.16bc: Alzará la copa de la salvación, invocando el nombre del Señor.

Hb 9,11-15: así los llamados pueden recibir la promesa de la herencia eterna. 

Mc 14,12-16.22-26: “Tomad, esto es mi cuerpo”.

 

Un sacerdote se acercó a celebrar la Eucaristía con fuertes dudas sobre la presencia real de Cristo en el pan y el vino consagrados. En el momento de la consagración observó que sobre el corporal caían unas gotas de sangre. Era la forma consagrada, que estaba sangrando. Atónito, detuvo la celebración y fue con el paño ensangrentado a la sacristía. Esto sucedía hacia mediados del siglo XIII. Los teólogos designados para la investigación del caso concluyeron que había sido un milagro. Esto sucedía en la ciudad italiana de Bolsena. Al año siguiente el papa Urbano IV instituyó la fiesta del Corpus Cristi. Se conservan las reliquias en la catedral de Orvieto.

Éste, el llamado milagro de Bolsena, es uno entre un grupo numeroso de milagros eucarísticos de distintas épocas. Tiene la peculiaridad de haber motivado que el papa Urbano IV instituyese la fiesta del Cuerpo de Cristo en 1264, al año siguiente del suceso.

Un acontecimiento excepcional como el relatado, no es más que una pequeña llamada de atención sobre lo realmente extraordinario y milagroso y, sin embargo, cotidiano: la Eucaristía. Esta fiesta no celebra nada distinto a lo que se celebra en cada misa, sino que se encarga de subrayar lo maravilloso de este misterio para que no deje de sorprendernos. Es un momento para detenerse y contemplar que aquello que parece solo pan, es mucho más que pan; y que comerlo no es tomar cualquier cosa. Es un momento para contemplar en su significado y realidad lo que vemos en una forma de harina cocida. Pero para ello hay que prepararse.

            El evangelio de Marcos ocupa tantas palabras en relatar los preparativos como en decir lo que sucedió  en la última cena de Jesús. Una celebración especial no será igual con preparación previa que sin ella. Aquella cena tuvo a unos discípulos encargados de disponerlo todo de antemano, pero, aún más, a un Jesucristo preparándose para ese momento desde el inicio de su vida pública; un poco más, era la condensación de su vida entera que culminaría con su pasión y resurrección. Aún se puede apurar otro poco: estaba preparándose desde los orígenes de la historia de la humanidad, para recoger todo su sentido y haciéndolo asomar a la plenitud de la vida eterna.

Por eso no basta con comer; hay también que contemplar para saber lo que comemos. Esta es la preparación necesaria para que la cena se aproveche mucho, al máximo. Antes de acercarnos al banquete podemos observar todo dispuesto y fijarnos en los platos vacíos. Ellos sostendrán el alimento antes de ingerirlo. Como después nosotros seremos quienes lo sostendremos una vez tomado, para que, bonita paradoja, sea el alimento el que nos sostenga a nosotros.

El plato vacío invita a pensar en muchas cosas: en el deseo de alimento, el hambre y el trabajo para conseguir el sustento. En los que permanecerán con el plato vacío; los que, teniéndolo lleno, decidieron tirar la comida; los que pudiendo llenar el de otros no lo hicieron y colmaron el suyo hasta verterse. En las personas que trabajan para que la comida llegue a la mesa y los que no trabajan exigiendo que siempre esté el plato lleno. También los que dejan su plato vacío o a medias para que les llegue a otros. Abre también a las expectativas de los que piensan: “¿Qué habrá hoy de comer?”, y el desencanto de los que parece que nunca tienen hambre, o los que siempre gruñen porque anticipan que no les gustará la comida. Los alérgicos a ciertas sustancias se preocuparán de que lo que llegue no tenga nada que les cause daño; pero, pueden contemplarse otro tipo de alergias, buscando que esa comida no tenga nada que haya hecho daño a otros por un trabajo precario, por explotación laboral, por el robo de la dignidad. El plato es la peana de la caridad. Éstas son solo algunas cosas que se pueden contemplar…

Y, en ese plato vacío, aún limpio, nos podemos reflejar nosotros, que vamos a ser “plato de la carne de Cristo” cuando lo comamos. ¿Qué vamos a comer? Al Hijo de Dios hecho carne para nuestra salvación. ¿Y eso qué significa? Habrá que contemplar ese alimento muchas veces y, aunque lo comamos, seguir contemplando este milagro increíble con cuanto repercute en la vida personal y comunitaria; en la historia de la humanidad y en la relación de Dios con los hombres. Cuanto más contemplado, a más milagroso nos sabrá, a más pan de vida, de justicia, de fuerza para la transformación de cuanto nos rodea; a más Dios con nosotros y nosotros en camino de resurrección. Contemplando y contemplando, menos dudas quedarán sobre lo que es este pan y más temblaremos al acercarnos a él por la responsabilidad que nos exige. Y esto, porque ese pan, fruto de la tierra y del trabajo humano, es transformado por el Espíritu de Dios en el cuerpo resucitado del Hijo. ¿No podrá el Padre por este alimento convertir cuanto existe en obra de caridad? Lo hará, pero no sin nosotros. 

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