SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS (ciclo C). 15 de mayo de 2016
Hch 2,1-11: “¿Cómo es que cada uno los oímos hablar en nuestra propia lengua?”
Sal 103,1ab.24ac.29bc-30.31.34: Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra
1Co 12,3b-7.12-13: En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común.
Jn 20,19-23: Exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo”.
“¿Cómo es que cada uno los oímos hablar en nuestra propia lengua?”. El idioma se adquirió al ritmo como se fue tomando la lecha materna, o bien tras muchas horas de estudio; pero no se pudo improvisar. De repente, un grupo de galileos sin una especial preparación intelectual, comenzaron a hablar en las diferentes lenguas de las naciones. Sucedió el día de Pentecostés.
La llamaban la “Fiesta de las semanas” (porque tenía lugar siete semanas después de la Pascua judía) o “Pentecostés”, una fiesta judía al inicio de la cosecha, que agradecía a Dios el regalo del grano recogido en el campo y le ofrecía las primicias. Cuando el ser humano colabora con su Señor en su obra creadora, la labor es fecundísima.
¿Qué fruto dará la tierra humana regada y enriquecida por el agua de Dios? Grano del treinta, del cincuenta, del ciento por uno… El Espíritu es esa agua que hace fértil el terreno, amansa el terrón reseco y lo hace dócil a recibir la vida. La Promesa de Jesucristo se cumple con el envío del Espíritu. Su ascensión al cielo hace posible la acción de Dios en nuestras vidas de un modo singular: fortaleciendo desde dentro, sanando, avivando, colmando de valentía… Y con más milagro donde parecía que no había lugar a la esperanza: en lo roto, lo seco, lo perdido.
¿Por qué entre los dones y los frutos del Espíritu se destaca en este día esa capacidad para hablar idiomas desconocidos? No es el único modo, pero sí el fundamental: el lenguaje verbal nos permite darnos a conocer y que nosotros conozcamos. Ponemos palabras a la realidad y la aprendemos, al tiempo que enseñamos aquello que sucede en nuestras propias realidades, nuestra vida. Nos proporciona un vínculo para la unidad, para la comunidad y la comunión. El que no comunique o no quiera recibir comunicación, quedará aislado y sin participación. Nos unimos en lo que compartimos. Los discípulos de Jesús hablaron lenguas muy dispares, pero en todas alabando a Dios por sus maravillas. Compartir a Dios es aquello que genera más unidad: comunicar las maravillas que ha hecho en mí, provocando tanta alegría, como que me comuniques las que ha hecho en ti. Un proyecto sin Dios está destinado al fracaso y la desunión. Este pasaje de Pentecostés del libro de los Hechos mira al episodio de la Torre de Babel, donde los hombres trabajaron para hacer algo grandioso, olvidándose de Dios. El resultado fue la ruptura del idioma común y una falta de entendimiento que provocó confusión y división.
Dios es unidad y comunión. Tres personas distintas: Padre, Hijo y Espíritu Santo, pero un idioma común en el amor, por el que las diferencias significan complementariedad y es motivo de la mayor comunión. Él nos invita a participar de esta unidad, que ya vivimos en la comunión con los demás. Esto solo será posible si lo diferente a nosotros no es interpretado como un obstáculo para la relación, sino un motivo para buscar mayor unidad, reparando en la maravilla de Dios que es esa persona con todo lo que en sí contiene. Como un cuerpo, nos dice san Pablo, donde cada uno de sus miembros tiene su función y trabaja para el bien común.
Son muchos los trabajos para la unidad, y todos fruto del Espíritu Santo; pero destaca uno al cual este Espíritu viene muy asociado en las apariciones del resucitado: la capacidad para el perdón. Donde ha habido más ruptura y más daño, en el pecado, es donde se hace patente la fuerza de Dios para unir reparando y robusteciendo. El poder para perdonar pecados y para retenerlos es la potestad para procurar la comunión o, cuando se rechaza el don del Espíritu, contener ese perdón despreciado y poder concederlo a su tiempo.
Tanto se subrayan las particularidades propias oponiéndolas a las del otro hoy día, que se ponen muchos reparos a la comunión. Tanto se cierra el corazón a no compartir y a vivir aislado, que nos negamos a darnos y recibir ofreciendo lo que somos, y buscando las maravillas de Dios manifestadas en la carne humana. ¿Qué nos une en lo cotidiano? ¿Hasta qué punto nos une realmente?
Ojalá y causemos la sorpresa de aquellos discípulos que hablaban en tantas lenguas, porque dejamos que el Espíritu obre en nosotros y produzca frutos preciosos y maravillosos de perdón, de unidad y de comunión.