Jer 33,14-16: Ya llegan días en que cumpliré la promesa.
Sal 24: A ti, Señor, levanto mi alma.
1Te 3,12–4,2: El Señor os colme y os haga rebosar de amor mutuo.
Lc 21,25-28.34-36: “Levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación”.
Con la expresión “te lo prometo”, deberían abrirse unas expectativas nuevas e ilusionantes. Pero, para tener interés y credibilidad la promesa es necesario con alguien que realmente pueda concederlo, que lo que se promete sea beneficioso para la persona y que quien lo reciba sea consciente de su importancia. Para vivir el tiempo desde que se hace la promesa hasta que se cumple es necesaria la paciencia, que sostiene la esperanza, y el recuerdo avivado de lo que esperamos recibir.
Aunque no se explicite verbalmente, hay personas que son en sí “promesa”, porque su presencia en nuestras vidas es garantía de algo bueno que buscamos o necesitamos. Los padres son promesa de amor incondicional; los maestros de aprendizaje; el profesional de la medicina de salud; los novios de fidelidad; el amigo de lealtad.
No es que nuestro ánimo dependa completamente de estas cosas, pero sí que suscitan motivación e incluso entusiasmo, y alegran la vida mientras se espera su cumplimiento, porque las promesas más valiosas son aquellas que ofrecen lo mejor que esas personas promesa pueden concedernos.
Dios había prometido y lo hizo al modo de Dios, a lo grande, a lo sorprendente con sorpresa para quienes quisieran entender. Puesto que es el Creador y el Señor de la vida, quiso prometer una vida feliz, eterna, para siempre. Esta promesa se avivaba más en los momentos en los que la vida se volvía más precaria, bien por el abuso de los poderosos, por la suma de injusticias, por la amenaza de los enemigos, por el miedo a la destrucción. Más que prometer algo, el Señor había prometido a alguien, que fuera cercano y que trajera todo lo necesario para una vida en paz y con verdadera justicia. Los profetas lo proclamaban así ante el pueblo, como hacía Jeremías, según nos dice la primera lectura. Lo que no se sospechaba es que al promesa de Dios iba a ser muchísimo mayor de lo que cabía pensar. Porque el Hijo de Dios se hizo carne.
Y para ello, su Hijo se hizo carne, y vivió entre nosotros y se entregó en la cruz perdonando y resucitó y nos ha enviado el Espíritu Santo para participar de la vida divina. Pero también, y eso es lo que se destaca en este tiempo de Adviento, esperamos que ha de regresar al final de los tiempos para culminar su promesa.
Sin embargo, no solo aguardamos que un día la felicidad sea absoluta, sino que vamos recibiendo de ella y la vamos disfrutando ya, en medio de las realidades, suaves y ásperas, del día a día. Siguen sucediendo acontecimientos terribles y la predicción de que nos pueden llevar a un desastre global (el evangelio de Lucas habla de agitación en cielo, tierra y mar). Confiamos en que Dios nos va a librar del desastre, pero nos vemos responsables en: evitar ser colaboradores con agravar la situación a peor o de posicionarnos como observadores pasivos y participar en el cumplimiento de la promesa de Dios haciéndonos nosotros también promesa como trabajadores del Señor que ha de volver para reinar con nosotros.