Gn 3,9-15.20: “¿Dónde estás?”
Sal 97: Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas.
Ef 1,3-6.11-12: Nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales en el cielo.
Lc 1,26-38: “Alégrate, llena de gracia”.
Las lecturas de este Domingo II de Adviento corresponden a la solemnidad de la Inmaculada concepción de María, salvo la segunda lectura, que es la propia de este domingo.
Esta historia comienza por un apetito. Les había abierto Dios a Adán y Eva las hambres de eternidad, de felicidad plena, de ser como Él, y con esas ganas se acercó Eva a un árbol con un fruto apetitoso. La serpiente (veamos en ella la tentación o al mismo Tentador) prometía saciar esa hambre de modo instantáneo: “Seréis como dioses”, lo cual era una evidente mentira, pero, al mostrar el fruto del árbol prohibido de un modo tan apetecible, Eva lo probó y lo compartió con quien tenía a su lado, Adán. La humanidad entera quedó enmarañada de un modo misterioso al modo de una herida heredada.
Aun descubriendo el engaño con todas sus consecuencias, no ha bastado para aprender. El ser humano se desorientó en el mundo. “¿Dónde estás?” le preguntó Dios. Era la amistad con su Señor la que le podía procurar, paulatinamente, ese “ser como Él”, ser semejante al amigo: bueno, fiel, alegre, feliz, servicial… en un grado superior a lo humanamente posible, divino. Pero dejó de estar donde le esperaba el amigo en el momento habitual del encuentro. Acudió, cuando Dios le llamó, aunque ya con la huella del pecado cometido. Y, desde entonces, adquirió una tendencia fuerte a desorientarse.
Con los mismos apetitos del origen, sin que sustancialmente exista nada diferente a nuestros primeros padres tras el pecado, se nos provoca a tomar soluciones contundentes para saciar el hambre (métodos para hacerse rico pronto, para triunfar en redes, para tener una vida afectiva exitosa…). Las atractivas características de “facilidad” y de “inmediatez” suelen ir unidas a estas propuestas. Y, en realidad, estamos modelados para todo lo contrario: dificultad (el esfuerzo de la vida) y tiempo. De ahí la necesidad de discernimiento, elección, lucha y perseverancia. Discernir para saber lo que nos conviene; elegir aquello a lo que nos ha llevado el discernimiento; implicarnos con trabajo no exento de obstáculos y fracasos; mantenernos firmes y activos en el propósito, aunque no se obtengan resultados inmediatos. Es preciso saber lo que escogemos, elegir bien e implicarnos para que sea fructífero. En todo el proceso el Señor nos asiste y ayuda y lo hace posible.
La mala elección o la buena no llevada a cabo nos pone en una situación (continuando con el símil culinario) de desnutrición, con la paradoja de que, cuanto más comemos de lo que para nada alimenta, más hambre pasamos; se aviva el apetito. Entonces, si no somos precavidos, estamos dispuestos a comernos cualquier cosa.
En esta maraña compleja en la que nos encontramos entre aquello a lo que nos llama Dios y la fuerza que nos lleva a distanciarnos de Él, la Iglesia nos pide que hagamos memoria de la Virgen María en su Inmaculada Concepción. Ella también fue creada con el apetito de cielo, de participar de la condición divina. Sin embargo, el nudo que se trabó en la desobediencia de los primeros padres de la humanidad, no lo vemos en María. Dios, en su libertad, actuó preservando a la Virgen María de esta condición abocada al pecado desde el inicio en la existencia. Las mismas hambres de eternidad, pero sin herida heredada y sin movimiento de inercia hacia el pecado.
Al presentárnosla, la vemos tan con apetito por lo más sublime, como nosotros, y motivo de esperanza, porque lo que observamos que Dios ha hecho en ella, obras grandes, lo hace también con nosotros, cada cual al modo como el Señor lo ha concebido. ¿Cómo salvar este desnivel con quien fue concebida sin pecado y no pecó en su vida? La gran diferencia entre ella y nosotros no es el pecado. No es lo prioritario, porque el protagonismo lo tiene la gracia, la iniciativa divina y no nuestra respuesta deficiente o de rechazo. El pecado es una consecuencia del mal obrar, pero aún peor del no dejar hacer a Dios en nosotros; despreciar el alimento que nos viene de Él. Así, ¿Cómo vamos a saciar nuestras hambres? ¿Cómo dejaremos que el Altísimo nos alimente con alimentos de vida eterna? Si no es así, nos echaremos a la boca cualquier basura. Bendita María, porque se ha alimentado del mejor manjar y no quiso que por su boca pasara ningún sucedáneo al banquete de Dios.