Sab 11,22-12,2: Señor, amigo de la vida.
Sal 144: Bendeciré tu nombre por siempre, Dios mío, mi rey.
2Te 1,11-2,2: Oramos continuamente por vosotros.
Lc 19,1-10: el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido.
El corazón se transparenta sin muchos esfuerzos y nuestro estado de ánimo, acciones y omisiones delatan lo que palpita ahí dentro. Disfruta a su manera, se queja a su modo, también agradece, pide, acompaña y se equivoca de un modo singular y característico, porque todo lo que tiene lo expresa, por mucho que le cueste contenerlo.
Resulta que una buena parte de nuestras manifestaciones de las que tendríamos que estar menos orgullosos tienen que ver con una especie de complejo latente: el corazón no se percibe amado o no se considera digno de amor. Caemos en descrédito ante nosotros mismos e intentamos recuperarnos de la herida cada cual como puede o ha aprendido o ha entendido. Muchas veces mal. Me atrevería a sugerir que no pocos de nuestros egoísmos, iras, resentimientos, soberbias y prejuicios hacia otros tienen su fuente en esta minusvalía autoproclamada.
Si el mundo entero es un grano ante Dios, nosotros habríamos de ser el grano del grano. Algo de dimensiones microscópicas. Pero el Creador está de nuestra parte y se preocupa por nosotros. Esta amistad es garantía de algo grande, porque Él quiere hacernos partícipes de una historia con un tamaño que supera al universo. No puede descuidarse el equilibro entre la pequeñez de nuestra condición y la grandeza de lo que Dios nos tiene preparado y hacia lo que nos va llevando Él, el amigo de la Vida. El equilibrio es vital para la vida espiritual, para la psicología, para la afectividad: seremos ínfimos y llenos de torpezas, pero amados por Dios, elevados por Él hacia lo más sublime. Es preciso mantener en armonía ambas dimensiones, si no tendremos tendencia a minusvalorarnos (lo que suele llevar a devaluar el aprecio hacia los otros) o a intentar compensar elevando nuestra categoría de modo artificial (con éxitos, reconocimientos, dinero, poder…).
El caso de Zaqueo es altamente ilustrativo. La estatura de este recaudador de impuestos no era problemática, era bajito. Lo preocupante era lo empequeñecido que él habría podido llegar a considerarse por su situación (probablemente desconsideración social, rechazo de las instancias religiosas, enemistad del pueblo y pecado personal). No cesa en su intento de encontrarse con el Maestro a su paso por Jericó. Finalmente Jesús lo encuentra elevado en una altura momentánea y cómica (tal vez porque el buen humor facilita el encuentro con el Señor). El paso de Jesús por la casa de Zaqueo va a cambiar su vida, porque su presencia le va a llegar al corazón. Seguirá siendo pequeño pero ha podido levantar la cabeza para llevarla muy alta, porque ha sabido que Dios lo quiere y a Dios le importa y Dios lo perdona.
Saberse amado, acogido, perdonado es fundamental para el equilibrio de tamaños: diminuto y gigante, por tanto, crucial para la salud de nuestro corazón que conoce sus debilidades y fronteras y recibe alegre el amor de Dios que lo ensancha sin límites.