Si 35,12-14.16-18: El Señor es un Dios justo que no puede ser parcial.
Sal 33,2-3.17-18.19.23: Si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha.
2Tm 4,6-8.16-18: me está reservada la corona de la justicia, que el Señor, juez justo, me dará en aquel día.
Lc 18,9-14: El publicano llegó a su casa justificado y el fariseo no.
Pretendemos más diferencias de las que existen: en lo económico, en lo intelectual, en las habilidades, en la prosperidad… y nuestros esfuerzos por resaltarlas podrán engañarnos, pero no consiguen distorsionar la realidad: que todos compartimos la misma condición y dignidad. Este principio básico, desgraciadamente tan olvidado, está vinculado, en términos cristianos, a dos pilares: la imagen y semejanza de Dios (relación del hombre con Dios) y la fraternidad (relación de los hombres entre sí). Teniendo en posesión estos dos tesoros, ¿por qué tendemos hacia una posición de dominio sobre el otro y de rivalidad frente a Dios? Tal vez porque no son una posesión, sino un camino en el que se va descubriendo el valor de ser hijos de Dios y hermanos entre nosotros. Eso es lo que necesitamos porque para esto hemos sido creados y no habrá otro modo de alcanzar la plenitud o felicidad.
El libro del Eclesiástico o Sirácida en la primera lectura alude a las injusticias que se producen a consecuencia de un uso torpe del poder. El dinero o el poder suponen una capacidad de tener y de hacer. Si no se gestionan desde el doble pilar de filiación y fraternidad, con facilidad tenderán a convertirse en instrumento de endiosamiento y de fratricidio. Solo pueden generar resultados en orden a la relación con Dios y con los iguales. Beneficiosamente cuando se reconoce la paternidad divina y la armonía entre iguales, con perjuicio cuando se busca la igualdad con Dios y la ruptura de nivel con las demás personas. Sin duda que se trata de una pérdida de sentido de armonía, belleza, bondad, verdad… y justicia. La justicia divina defiende esta verdad armónica relativa al hombre, para que prevalezca la fraternidad, lo que precisa un trato personalizado a cada uno atendiendo a sus necesidades, y la condición de hijos de Dios, que supone el reconocimiento de que Él es Padre y Señor, y nosotros sus criaturas creadas por amor.
Los desórdenes en las relaciones sociales provocan enormes daños en la convivencia. La historia nos muestra el drama de la repetida dinámica de abuso del que tiene el poder o las riquezas, sobre el que no o los conflictos entre grandes poderes rivales. Lo que habría de emplearse para ayudar al desfavorecido, se convierte elemento para la opresión. La predilección de Dios va hacia quien debe ser más cuidado, y por eso no será desatendido.
Los desórdenes en las relaciones con Dios provocan graves daños en la religiosidad. Creerse justificado ante el Señor (con el cielo ganado) muestra la ignorancia de lo que significa la relación con el Altísimo, que ha de partir de una actitud de criatura (humildad) y de reconocimiento de las propias faltas (condición de pecador), como sucedía con el publicano de la parábola.
Pablo aspiraba a ser coronado con una corona de justicia cuando hubiera completado sus trabajos evangelizadores encomendados. Los esfuerzos, peligros, desprecios y sacrificios por los que ha tenido que pasar avivan el deseo de llegar a ser completamente hijo y hermano. Confía en la justicia de su Dios.
Celebrando otro año la jornada por las misiones en este domingo del Domund, somos conscientes del trabajo milenario de la Iglesia para acercar el Evangelio a todos, pedimos por ello y nos implicamos económicamente. La misión eclesial no puede olvidar uno de sus cometidos más importantes: acompañar a quien más sufre las consecuencias del mal ejercicio de la economía y el poder, denunciando la injusticia y dando esperanza en el Dios que es el único juez justo y que no deja de escuchar a ninguno de sus hijos que le claman, siendo testigos de su justicia.