Ex 17,8-13: Mientras Moisés tenía en alto las manos, vencía Israel.
Sal 120: Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra.
2Tm 3,14–4,2: Las Sagradas Escrituras pueden darte la sabiduría que conduce a la salvación.
Lc 18,1-8: Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que claman ante él día y noche?
La envergadura de Moisés se mostró en su máxima expresión al extender sus brazos hacia arriba. Poco había crecido a los ojos humanos con el solo despegar sus extremidades, mucho a los de Dios al quedarse por largo tiempo en diálogo con Él. Un solo hombre determinaría el resultado de la batalla y sin acercase a ningún arma. Así se las gastan los amigos del Altísimo cuando cuidan su amistad.
A decir verdad, este hombre a solas no habría bastado para la victoria, necesitó de otros dos con la simple tarea de sujetarle los brazos. ¿Puede sostenerse la amistad con Dios sin contar con los otros? A Moisés no le valieron toda su envergadura, toda su elección por Dios, todos sus éxitos desde la salida de Egipto… para arreglárselas en solitario. ¿Venció Moisés? No, venció Dios por medio de la oración de Moisés. Esto así en bruto, sin matices. Pero, para ser ajustados a lo que sucedió y seguirá sucediendo: venció Dios por medio de Moisés y gracias a los dos que le ayudaron a que se sentara y continuara con los brazos en alto. Venció también porque había otros que luchaban en el campo de batalla. Cada cual con su labor y todos haciendo posible el triunfo del Pueblo.
Por lo tanto, para el trato con el Señor no pensemos que hemos de arreglárnoslas por nosotros mismos. La iniciativa parte de Él y pone sus condiciones: los brazos extendidos (que podría entenderse como disposición de humildad, de apertura, despojamiento…), por largo tiempo (como quien se toma en serio una amistad), en conexión con los otros (por quienes se pide, con quienes se pide).
La oración que la Palabra de Dios de la liturgia de este domingo destaca es la de petición. En la Primera Lectura Moisés pedía por su pueblo, mientras este se jugaba su supervivencia. En el Evangelio Jesús enseña una parábola donde una mujer pide para sí. En un caso los beneficios son para el mismo que pide el bien que se quiere conseguir y en otro para otros por quienes se pide. Pero en ambas situaciones crece la relación con Dios y la dimensión personal y comunitaria está presente. La justicia que requería la señora viuda sería, en principio, en provecho propio. Pero consiguió un bien para el juez al que, a pesar del incumplimiento reiterado de su oficio, doblegó con su insistencia para que hiciera justicia. E incluso un bien para la humanidad, en la medida en que, con esa pequeña acción, el mundo fue un poco más justo.
Nada de nuestras acciones, omisiones y oraciones deja de tener una repercusión hacia fuera, en los otros. Y, a la inversa, cuanto sucede fuera nos afecta de un modo u otro. Esto lo llevamos a la oración, es más, es parte importante de nuestra oración. Quizás sin esto no habría oración.
La oración cristiana ha de verse sostenida, sin duda, por la Palabra. Se lo decía Pablo a Timoteo en orden a alcanzar la sabiduría que conduce a la salvación. La relación con las Sagradas Escrituras nos acerca al conocimiento de los misterios del ser humano a la luz de Dios. El sentido de cuanto somos queda esclarecido en la Palabra divina como búsqueda y encuentro paulatino. Los dos brazos extendidos hacia arriba de Moisés podrían recordarnos la unidad de los dos Testamentos en Cristo crucificado, a quien representaría Moisés y que asume también quien ora. Una Palabra que hay que desentrañar con perseverancia y constancia para esclarecer lo relativo al hombre, a Dios en el hombre y un poco sobre Dios mismo. La longitud del que escucha la Palabra se despliega al modo de aquel gran amigo de Dios que oraba por su pueblo en batalla contra Amalec, como una gran antena que lanza la emisión de amor de Dios para que llegue hasta donde su onda de acción permita. La plegaria del creyente, también como Moisés, acerca la paz a quienes luchan por el Reino.