2Re 5,14-17: Su carne volvió a ser como la de un niño pequeño.
Sal 97: El Señor revela a las naciones su salvación.
2Tim 2,8-13: Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos.
Lc 7,11-19: “Levántate, vete: tu fe te ha salvado”.
De la enfermedad a la salud media una travesía de recorrido… incierto. El camino se inicia en precariedad, con una falta notable de algo que pone en riesgo la normalidad vida: la seguridad, las capacidades, el bienestar…, pero culmina con un triunfo gozoso: se resarce la pérdida. Por ello merece la pena ponerse en movimiento; ¿por qué dejar que prevalezca el deterioro, cuando hay anhelo de integridad…? El inicio del itinerario tiene así un objetivo por el cual esmerarse y en ese esmero se introducen muchos, cada cual cuando le toca su hora.
A Naamán, general de las tropas del rey de Siria, le tocó al sobrevenirle un mal doblemente dañino: traía la enfermedad a secas, la lepra, y la humillación. Preocuparía menos la enfermedad si se quedase solo en enfermedad, en el desbarajuste del cuerpo. Pero altera también el entorno, las relaciones con los demás (familia, trabajo, amistades…) y, sobre todo, alborota en las cosas de dentro (ánimo, estima, esperanza, expectativas…). Todavía más si nombrando la enfermedad se pronuncia también el término de todo: la muerte.
En ocasiones esa situación de fragilidad pone en contraste nuestros logros frente a una realidad casi de fracaso:
Un hombre poderoso con capacidad de mover tropas, doblegado por una enfermedad incurable. A quien le obedecen miles hasta disponerse a la muerte en combate, no es capaz de que su cuerpo acate un deseo primario de salud.
Arrancó Naamán de su patria en Siria portando una doble condición: la de general de un gran reino y la de un pobre hombre con lepra (repelente y contagioso). Primero aquello (general, generalísimo), luego esto (lo de todos los humanos y, además, gravemente deteriorado). Se pone en camino esperando algo muy concreto, ganarse la sanación, y finalmente se topará con alguien (mucho más poderoso que él y que daba gratuitamente). No le fueron suficientes los cientos de quilómetros desde Siria hasta el Jordán para el cambio hasta que se atrevió a invertir los términos con los que se identificaba: primero un pobre hombre con lepra, después general (éxito personal que ya le sabía a poco). No se conoció a sí mismo y no se liberó de su lepra y de su arrogancia, hasta el encuentro con Dios: “Ahora conozco que no hay en toda la tierra otro Dios que el de Israel”. “Tu servidor no ofrecerá ya holocausto ni sacrificio a otros dioses más que al Señor». Volvería seguramente a las órdenes de su rey, pero ya cautivado por otro Señor.
La precariedad nos toca de formas diversas y, si existe algo de perspicacia, nos sentimos azuzados para iniciar nuestra particular travesía. Un viaje al modo de los ritos iniciáticos donde el veredicto final proclamaba un hombre nuevo.
La familia proporciona identidad primera. El regalo del hijo llega de Dios a los padres y estos le dan un puesto exclusivo con un nombre y unos vínculos donde se recibe y aprende el amor. El trance del útero materno al seno de la familia se amansa y cobra sentido porque existe alguien que te está esperando. Luego llegarán otras travesías para acceder a la misma realidad, pero ampliada, fructífera en la medida en que proporcione un encuentro. La vida de san Pablo cambió radicalmente porque se encontró con Cristo inesperadamente en el trayecto de un camino y su vida se vinculó al Señor para siempre. Jesús de Nazaret muerto y resucitado cautivó su corazón, rescató su memoria para rescatarlo a él: “Acuérdate de Jesucristo…”
Durante otro camino diez hombres heridos por la lepra se allegaron al mismo Maestro para pedirle ayuda. Él les mandó hace el itinerario que prescribe la ley para los de su enfermedad y llegar hasta los sacerdotes, que podían testificar el paso de la lesión en el cuerpo a la salud. Todos curaron durante el camino, gracias a la fuerza del que es el agua viva, más poderosa que el Jordán. Pero solo uno volvió a Jesús para dar gracias. Tal vez aprendería de su familia a ser agradecido. Entonces recibió más que ninguno de los otros nueve: la salvación. “Levántate, tu fe te ha salvado”, porque se encontró con alguien, que fue, con mucho, el mayor regalo para progresar hacia la plenitud de su persona.