Hch 14,21b-27: Les contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe.
Salmo 144: Bendeciré tu nombre por siempre jamás, Dios mío, mi rey.
Ap 21,1-5: “Todo lo hago nuevo”.
Jn 13,31-35: La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros.
Se levantó Judas de la mesa y se fue de la sala donde habían celebrado la cena de despedida de su Señor. Se levantó la amistad a medias, el compromiso deshecho en circunstancias adversas, el interés personal sobrepuesto a la lealtad, la incomprensión de los designios de Dios obviados por un plan alternativo… se levantó el amor deficiente. Es posible que se levantaran con el miedo, el individualismo, el inconformismo derrotista, el afán de dinero, pero todo ello del amigo, del elegido, del que estaba sentado a la mesa con otros pocos escogidos.
Y se quedaron otros tantos amigos impacientes llenos de imperfecciones en su amistad y su modo de amar, donde no faltaría la cobardía, la deslealtad, la frustración, el reparo a la exigencia. Pero se quedaron, y se quedaron en torno al amigo fiel, al misericordioso, al verdadero… Todos los que permanecieron en el cenáculo tenían un corazón más parecido al de Judas, lleno de imperfecciones, que al del Maestro, en todo intachable y puro. Su diferencia con el amigo traidor es que ellos prefirieron quedarse y, aunque no dejaran de manifestarse luego las deficiencias de su amistad imperfecta y asustadiza, allí estuvieron escuchando y contemplando a la fuente del amor, el único que nos puede hacer crecer en lo que realmente merece la pena hasta el punto de cubrir multitud de faltas y renovarnos poderosamente. Porque Él todo lo hace nuevo.
El evangelista Juan nos cuenta un largo discurso de Jesús a sus discípulos tras la Última Cena donde expresa la relación de Cristo con el Padre, fundada y alimentada en el amor con que Él mismo a ama a los suyos. La mesa de la Eucaristía continúa con la enseñanza del amor y la verdadera glorificación del Hijo; una enseñanza muy práctica, donde solo el ejercicio de amar confirma que se ha aprendido bien. Para ello es necesario quedarse junto al Señor y su mesa. Lo que celebramos en la misa no es solo para los de un corazón irreprochable, sino también y casi principalmente para los corazones heridos, frustrados, miedosos, fracasados, quejicosos… parecidos en cierto sentido al del amigo a medias o desleal, como el de Judas. Lo nuestro es más estar junto al Señor que querer presentarle nuestras muchas obras. Solo estando a su lado aprenderemos el amor verdadero que procede del Padre y contemplamos en el Hijo por el Espíritu. Y esto se produce prodigiosamente en este banquete que debemos llevarnos a casa, al trabajo, a la calle, a la tienda sin dejar de estar con el Maestro, el que ama de verdad y despierta al amor verdadero. La misa no deja de celebrarse con el “podéis ir en paz”, sino que vibra a lo largo del día y de la semana con la presencia entre nosotros del Señor.
Los amigos de Jesús que experimentaron la victoria del amor en el encuentro con el Resucitado, como Bernabé y Pablo, llevaron esta noticia a muchos lugares, algunos de ellos muy lejanos, sin levantarse de la mesa, sin despegarse de la enseñanza del amor del Señor y de la Eucaristía. La creación primera, maltratada por un amor pobre y egoísta, ha sido renovada por el amor de Jesucristo, y ese amor hace todo nuevo, porque es capaz de curar y rejuvenecer el corazón humano, por el que Dios mismo se hizo hombre y Dios mismo se entregó a la muerte para que tengamos vida divina. Por amor.
Judas se levantó de la mesa para macharse lejos y no regresar. Rechazó permanecer en la mesa y, todavía peor, volver para recibir el amor del Maestro con lo que necesitaba: su perdón y su misericordia. No llegó a disfrutar realmente del banquete tras atravesar una experiencia de pecado dolorosa. Nuestra alegría, nuestra victoria está en quedarnos muy unidos a esta fiesta ininterrumpida donde el Señor nos acoge, nos perdona, nos habla, nos alimenta, nos da la fuerza de su Espíritu. ¿Para qué levantarnos de esta mesa? ¿Dónde encontraremos más y mejor, dónde el alimento para que nuestro amor sea realmente de calidad y seamos personas radiantes y luminosas? No nos olvidemos de lo que celebramos aquí, sino que lo llevemos, perennemente celebrado y actualizado, donde el Espíritu nos envíe.