Lc 24,1-12: Volvieron del sepulcro y anunciaron todo esto a los Once y a los demás.
Sucedió el día sexto, lo de la muerte del Maestro y su sepultura. El séptimo tuvieron que esperar para cumplir con el descanso del Sabbat, y el primer día de la semana las mujeres acudieron de madrugada al sepulcro para llevar aromas al cuerpo sin vida de Jesús. El propósito era noble, siguiendo la tradición embadurnaban de fragancia el cadáver, pero no iba a evitar su corrupción; el empeño humano, aun desde la fuerza del amor, no resiste al rigor de la muerte.
Esta todavía oscuro, y más oscuridad aún pensaban encontrarse en la tumba excavada en la roca. La muerte tiene su lógica y nos ciñe férreamente a su propia penumbra, sin remedio posible. Fueron a encontrarse con las consecuencias de la muerte, arrinconadas en un hoyo en la tierra, lleno de fracaso, lleno de Maestro derrotado, lleno de injusticia consumada. Pero les sorprendió encontrarlo vacío. Aparecía una brecha en las tinieblas impenetrables.
Al principio las tinieblas cubrían todo como un caos sin forma. El acto creador de Dios se enfrentó a la confusión irresoluble y puso orden con la presencia de la luz. Bastó su palabra: “¡Hágase!” y la luz se hizo, poniéndole una frontera a la oscuridad que no podrá traspasar. Esto sucedía el primer día de la semana, según el esquema temporal que emplea el redactor del pasaje de la creación.
El sexto día, momento cumbre de la creación con el modelado y vivificación del ser humano a imagen y semejanza de Dios, será el mismo día en que todas las humanas esperanzas sucumban con la muerte del Hijo de Dios por las manos de los hombres. Lo sabíamos capaz de homicidio, cuando hicimos que el tiempo envejeciera y que las semanas arrastraran decrepitud. Ahora lo descubrimos, más allá, con un deicidio y las tinieblas de la tumba acogieron al que era la Vida y fuente de toda vida. Un caos aún mayor que el de la situación previa al hágase de Dios, había sobrevenido. Parecía no caber esperanza para el género humano con la derrota del mismo Señor de la creación; el tiempo, agotado, había perdido su sentido.
Sin embargo, la semana se abrió con la sospecha de que la oscuridad no era lo definitivo y las mujeres descubrieron a un Dios operante desde la misma muerte. Se lo anunciaron unos ángeles y ellas, a su vez, a los apóstoles y demás discípulos, aunque no las creyeron. Fueron las primeras para la esperanza; las primeras en certificar la acción maravillosa de Dios, el mismo que había puesto armonía en el cosmos, ahora armonizaba la condición humana con la vida, con una vida radiante y hostil a la corrupción o la muerte. El Resucitado abría nuevas expectativas y aportaba un orden nuevo donde las tinieblas quedaban esclarecidas por la luz. No las disipó por completo, lo que llegará más adelante, cuando la muerte sea vencida definitivamente en todos los hijos de Adán, pero las integró dentro del horizonte abierto de la vida eterna; de modo que ya son menos oscuras, y no tienen capacidad para asfixiar la esperanza.
Y fue el primer día, el de la nueva creación, el día en que cobraron fuego en sus corazones las palabras que había pronunciado el Maestro y que habían profetizado tiempo antes los profetas. De nuevo la Palabra, como aquel “¡hágase!”, es la que concede repuesta a la confusión y al caos con otro orden, donde Dios ha rescatado lo humano y lo ha elevado hasta lo divino. Los ángeles se lo pidieron a las mujeres, que recordasen sus palabras.
No se han marchado las sombras, las oscuridades, las tinieblas, pero Dios ha hecho de nuevo que exista la luz y esto abre brecha en la densidad más recia de desesperanza para abrir el corazón y la mente hacia el resucitado. No es necesario esperar a que se vayan del todo incomodidades, incomprensiones, confusiones, pecado… basta con dejar que el Dios del “’hágase!” ponga orden y armonice todo lo nuestro con lo suyo e integremos la noticia del Resucitado entre nuestras torpezas y descuidos y olvidos, para que su luz esclarezca todo y no deseemos otra visión que la de su gloria y no trabajemos por otro logro que por el de ser más suyos, más de su claridad y menos de nuestra penumbra.
Sucedió el primer día de la semana, el primer día de la nueva semana que ya no acabará porque todo lo hace luminoso y supera hasta las fronteras del tiempo, el que se había vuelto viejo, envejecido por la rudeza humana y su pecado, ya será siempre nuevo y capaz de hacer nuevas todas las cosas.