Is 52,13-53,12: Fue traspasado por nuestras rebeliones.
Sal 30: Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu.
Hb 4,14-16; 5,7-9: A pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer.
Jn 18,1-19,42: “Mirarán al que atravesaron”.
A fuerza de pasar ante nuestros ojos una realidad, nos acostumbramos a ella, por muy maravillosa, sorprendente o trágica que sea. Llega un momento en que la vista solo se estimula con un impacto de número, de emotividad o de abigarramiento en lo que sucedió (afectó a muchos…, daba tanta pena…, qué detalles más escalofriantes…). Cuando, sin embargo, al mismo Dios, para quien no hay nada nuevo que él no sepa, sigue estremeciéndole cada uno de sus hijos con estremecimiento de amor, sin que nada de lo de ellos le resulte indiferente. No se cansa de mirarnos con ternura, sin aburrimiento, sin desgana.
La celebración de este Viernes Santo nos invita a contemplar la Cruz, el fracaso de Dios, su nivelación con la miseria humana, la encarnación con los que sufren por causa ajena o por propia y refrescar en nuestro corazón y nuestra mente lo que significa esta Cruz para el cristiano; lo que arriesgamos al confesar a un Dios crucificado; lo que nos compromete con los menospreciados, injuriados, torturados, abandonados, olvidados… crucificados de este mundo.
A fuerza de pasar nuestros ojos por la Cruz de Cristo, no hemos de acostumbrarnos a ella, sino a ahondar en el amor de Dios y abrirnos al amor de sus hijos, a los que tenemos la obligación de llamar y tratar como hermanos, como si fuera el mismo Señor.