Ex 17,8-13: Así resistieron en alto sus brazos hasta la puesta del sol.
Sal 120: Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra.
2Tm 3,14-4,2: Insiste a tiempo y a destiempo.
Lc 18,1-8: Es necesario orar siempre, sin desfallecer.
Esta breve parábola tiene tres personajes: un juez, una viuda y un adversario. Los pocos datos del relato nos permiten hacer una pequeña recreación de la historia. Una mujer viuda, por tanto, sin un marido que la pueda defender ante las amenazas externas, ha sido dañada por alguien. Parece que el daño ha tenido que ser considerable, dada la tenacidad con que ella busca justicia. De otro modo, seguramente, habría desistido pronto. Acude al juez para encontrar lo que nadie puede proporcionarle en su desprotección. Pero al juez le importa poco su oficio, porque ni cree en Dios ni se preocupa por los hombres. La resistencia del juez a tomarse en serio el caso cede ante la perseverancia de la mujer viuda, por las molestias que ella le está provocando y que pueden prolongarse. Finalmente parece que la mujer viuda va a conseguir lo que buscaba, justicia ante su causa.
¿Es posible que Jesús hablase de un episodio real que hubiese conocido? En todo caso, lo que interesa, sin duda, es la actitud de la mujer. ¿Qué le mueve a ser tan obstinada? Necesita que alguien le haga justicia, porque parece que en ello le va algo importante. El único a quien puede acudir es el juez. Aunque este sea malo, es la única persona que ella cree que la puede ayudar (sea por su oficio, su autoridad o porque no tiene a nadie más). Pide justicia una y otra vez, y lo hace porque espera que el que tiene que juzgar, juzgue. Persevera porque tiene esperanza. En síntesis: hay una necesidad, una única persona que puede cubrirla y esperanza en que tarde o temprano va a hacerse justicia.
Toca ahora volcar la parábola a la relación personal con Dios, buscando una correspondencia para cada personaje: la viuda sería cada uno de los creyentes que piden a Dios; el adversario, lo que causa alguna necesidad; el juez, Dios Padre. Pero en este último caso, en vez de tratarse de profesional nefasto, nos encontramos con el que más nos quiere y nos cuida, un maravilloso cumplidor de su oficio. Por lo tanto, tendría que esperarse de Él una atención inmediata a la petición de ayuda… Pero no siempre parece que la conceda enseguida; y a veces incluso da la sensación de que no ha escuchado o no quiere atender a la petición que se le reitera.
Jesús asegura que Dios (Padre) “hará justicia a sus elegidos que claman ante Él día y noche”. Lo asegura con una pregunta a sus oyentes que está destinada a una respuesta positiva. Él mismo la responde: “Os aseguro que les hará justicia sin tardar”. Dios, por tanto, concede justicia a los que le piden y, además, enseguida. ¿A qué se refiere Jesús con “justicia”? Puede entenderse como “dar lo debido”. La realidad evidencia un reiterado desprecio a la justicia generalizado, donde el que tiene el poder abusa del débil; donde la mentira, la crueldad, el desprecio se sobreponen a lo debido a cada persona en su dignidad y derechos. Esto probaría un descuido de Dios en sus tareas de juez, un olvido fragrante y multiplicado. A no ser que pueda entenderse esta justicia que el Maestro asegura que Dios concede de un modo más global.
Lo que el Padre ha prometido como debido es el Reino de los cielos, su Reino. La fe asegura con certeza la adquisición de esta justicia de parte de Dios, aunque, incluso, en la coyuntura actual parezcan prevalecer las injusticias. Jesucristo muestra sus dudas sobre encontrar esa fe en los creyentes. De la mano de la fe camina la esperanza, como la viuda que aguardaba a que el juez cumpliera con lo que se le requería. La caridad necesaria como amor a Dios y a los hermanos completa el corazón del cristiano. Y la perseverancia en la petición es la rúbrica de que se espera y se confía en Dios. Es fácil que esta esperanza venga mezclada con cierto desánimo, incertidumbre, sufrimiento, incluso resentimiento cuando se vive en una situación de injusticia. Insistir en la oración de petición ha de convertirse en un ejercicio de memoria donde la esperanza y la fe se van purificando para hacerse cada vez más recias en diálogo confiado en Dios, del que verdaderamente se espera que haga justicia, del realmente se sabe, se contempla, se gusta… que ya está obrando esa justicia prometida: la participación del Reino en cada uno de los que le invocan y, a través de cada uno, también en el mundo.
La responsabilidad en la búsqueda de esta justicia ha de ser sostenida por unos y otros, al modo como sostuvieron los brazos de Moisés en su oración para vencer la batalla contra los amalecitas. La justicia de Dios es un regalo suyo, pero requiere una participación colectiva, familiar, fraterna. También universal. La llamada de la campaña del Domund de este año: “Bautizados y enviados”, es una apelación a que los creyentes, los “elegidos” en los términos del evangelio, pidan justicia a Dios para todos los lugares del mundo, con especial urgencia para aquellos que aún no conocen su Nombre y su mensaje de salvación. En la medida en que haya más creyentes que piden a Dios, habrá más justicia y más Reino.