Ha 1,2-3,2,2-4: El justo vivirá por su fe.
Sal 94: Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: “No endurezcáis vuestro corazón”.
2Tm 1,6-8.13-14: Toma parte en los duros trabajos del Evangelio.
Lc 17,5-10: “Hemos hecho lo que teníamos que hacer”.
Extraño vínculo entre la semilla de mostaza y el trabajo de los siervos, entre la fe y el servicio. El Maestro no exagera con la motivación a sus discípulos: con la fe de un granito de mostaza, una semilla ínfima, se pueden conseguir grandes cosas. Pero parece que ni siquiera ellos llegaban a esa proporción de fe. Exactamente ¿a qué se refería tomando el grano de mostaza? Es posible que le interesase la comparación por su tamaño y, por tanto, estaría diciendo que no alcanzan siquiera ese nivel de fe, y sin embargo esa fe tan pequeña bastaría para hacer prodigios. También podría ser que se refiriera al grano de mostaza por la potencialidad que cabe en lo pequeño y puede llegar a convertirse en algo grande. De este modo comparaba también esta semilla con el Reino de los cielos (Mt 13,31-35). Entonces sorprende que sus discípulos viviesen tan escasos de fe o se trata de una motivación para que, al modo de la semilla, la cuiden y la promocionen y pueda hacerse grande un día. Es posible también que el ejemplo de la semilla remitiese a algo conocido comúnmente entre aquella gente y que a nosotros se nos escapa.
Luego alude a la actitud de los siervos de un señor. No han de esperar privilegios especiales ni recortes en su jornada laboral, sino completar hasta el final su trabajo, aunque lleguen cansados de otras tareas y se les pide una más.
Puede ser que la pequeñez del granito de mostaza, capaz de perderse con facilidad en la palma de la mano, quiera vincularla a lo pequeño del servicio que podemos y debemos realizar hasta el final. Lo que se trabaja por y para Dios no aguarda a una recompensa de indulto laboral, de dejar de hacer lo obligado, aunque haya cansancio y falten las fuerzas, sino que debe encontrar sentido en rematar la faena hasta que el señor de la casa, el Señor de nuestras entrañas, que son su casa, pida descanso. Esa constancia en el trabajo hasta completar la faena puede parecer pequeño, como una semilla de mostaza, pero quizás no es más lo que podamos ofrecer. La fe, como confianza en el amo que manda hacer y señala el momento de la comida y del descanso, supone la entrega de nuestra jornada a Él. El trabajo que Dios pide personal y comunitariamente será siempre para el bien de la casa común y corresponderá con la vocación de servicio de cada uno. No puede equivocarse, por eso ha de dirigirse hacia Él toda sospecha que ponga en duda el trabajo: por considerarlo excesivo, inoportuno, inadecuado, más propio de otros… Él sabe, confiemos en Él. Él conoce la casa, dejemos que sea Él quien diga y quien mande. Por nuestra parte, obedezcámosle y pidámosle que aumente nuestra fe de forma continua, y con mayor intensidad cuando percibamos que existen dudas sobre la conveniencia de lo que pide. Así reconoceremos con humildad y confianza que hemos hecho lo que teníamos que hacer.
Las quejas del profeta Habacuc, propias de un creyente en tiempo de ásperas estrecheces, desembocan en una proclamación de confianza: “el justo vivirá por su fe”. Es a la vez una profecía que anticipa el destino de los creyentes que corresponden a la voluntad de Dios y una motivación que anima a perseverar en la esperanza en el Señor, aun cuando el contexto sea adverso y el ánimo del siervo esté herido. Esta actitud prepara para escuchar la voz del Señor y encontrar sentido a la vida y sus quehaceres, para integrar el sufrimiento y crecer en amor a Dios y al prójimo. La perseverancia está ligada al cuidado de ese fuego de la gracia de Dios del que Pablo habla a Timoteo. Esta pira encendida por Dios en el interior del creyente y vinculada al gesto de imposición de las manos (¿confirmación?, ¿orden?) pertrecha para tomar “parte en los duros trabajos del Evangelio”. Duros porque el corazón creyente se resiste a veces a servir y a servir más allá de lo esperado. Duro porque tampoco acompaña siempre el entorno ni las personas hacia las cuales somos enviados.
La satisfacción última es la de haber hecho lo que teníamos que hacer, gracias a la asistencia divina, gracias a nuestra confianza tenaz en el Señor. Así es el buen siervo y en él se alegra Dios y lo invita a sentarse a su mesa para ser Él mismo su servidor aquí y para la vida eterna.