Lc 16,19-31: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto”.
Érase una vez… un cuento, un cuento que contó Jesús específicamente a los fariseos. Previamente, el evangelista Lucas nos había dicho cómo los fariseos y los escribas murmuraban de Él diciendo: “Este acoge a los pecadores y come con ellos”. Y un poco más adelante señala que los fariseos eran amigos del dinero y se burlaban de las enseñanzas de Jesús sobre el buen uso de las riquezas.
Sirva esto para contextualizar ese cuento-parábola del rico, muy rico y del pobre muy pobre. El relato está lleno de contrastes: uno muy rico y otro muy pobre; uno vive dentro con muchísimo y el otro está fuera a la puerta sin nada; uno vestido con púrpura y otro desnudo; uno come espléndidamente y otro, sin nada que comer, sirve incluso de alimento para los perros; uno exageradamente alimentado y otro cubierto de llagas probablemente causadas por la malnutrición. Comparten una misma realidad: ambos son mortales y ambos hijos de Abrahán. Uno va al tormento de llamas y otro al seno de Abrahán.
Es útil recordar cómo para los fariseos la comida y, más concretamente, el banquete (comida especialmente preparada y cuidada) constituía el momento más sobresaliente del día o de la semana. Además de ser el momento antropológico de la más insistente declaración de interés por la vida, de recibir los frutos del trabajo y recobrar las fuerzas para seguir, de compartir esa misma vida con la palabra escuchada y hablada, era para ellos un momento religioso donde se reproducía la jerarquía moral y espiritual y reproducía en cierta manera, como anticipación terrena, el destino celeste al que aspiraban, donde el anfitrión sería Dios y los comensales todos los cumplidores de sus preceptos (subrayando el cumplimiento ritual de pureza religiosa al modo como lo entendían y practicaban), es decir, ellos mismos.
Esta interpelación tan directa a los fariseos descalifica una actitud ética amparada por una concepción religiosa determinada. Rechaza el olvido del pobre Lázaro por parte del rico. Puede ser que existiera una exclusión consciente de la atención a Lázaro, al que le habría bastado asistir con las sobras de sus banquetes. Pero bastó con no tenerlo en cuenta, con no salir de su casa, entretenido por los asuntos que tenía que tratar en su interior, para haberlo visto allí a su puerta, signado de llagas y rodeado de perros. El relato describe dos mundos completamente distintos muy cercanos en el espacio, pero lejanísimos en la realidad, porque la situación de Lázaro no forma parte para nada de las preocupaciones del rico. Y ambos son hijos de Abrahán. Sin que tuviera que haber un desprecio activo por parte del protagonista opulento hacia Lázaro, entre sus preocupaciones no asomó qué habría más allá de sus banquetes y su lino y sus invitados. ¿Llegaría a preguntarse por quienes no tienen qué comer el que tendría que invertir tanto tiempo y esfuerzos en procurar cada vez un banquete distinto como capacidad para la sorpresa entre los comensales?
Lo que esta perspectiva sugiere es evitar considerarnos eximidos de la enseñanza de esta parábola porque no tengamos especiales riquezas ni haya pobres a nuestra puerta, sino muy directamente interpelados. Porque, ¿en qué invertimos nuestro tiempo, nuestros recursos, nuestras habilidades, nuestros proyectos…? ¿Cuáles son nuestras preocupaciones y cuáles no? ¿Por qué asuntos estamos dispuestos a gastar nuestra vida? Toda decisión tiene un componente social y los descuidos, los olvidos no son moralmente neutros, sino que tienen una repercusión real en otros y además dañina.
La atención del rico a Lázaro, al que nombra por primera vez tras la muerte de ambos, llegó cuando comenzó a sufrir. Podría haber aparecido antes, cuando era Lázaro el que sufría, pero la vida entre placeres adormeció el cuestionamiento por el otro y los bienes que recibió en vida (aquí materiales, pero podríamos considerar en ellos cantidad de recursos) no los invirtió en consolar, acompañar, paliar… el sufrimiento de quien más cerca tenía. Y, ¿de qué sirve una vida solo preocupada en uno mismo, ensimismada? ¿No se despreocupó en realidad de su propia vida, porque no hizo nada de relevancia, nada provechoso, nada por el otro más próximo?
Los cuentos agradan a su auditorio con un final feliz. Pero la realidad no nos proporciona siempre perdices de felicidad. Lázaro murió pobre, sin que nadie lo socorriera ni se preocupara por él. Sin embargo, aquí otro elemento importante de esta parábola, lo crucial, lo definitivo se resolvió al final, donde el hijo de Abrahán sufriente recibió consuelo y el hijo de Abrahán despreocupado, tormentos. La injusticia humana, provocada por un serio descuido de la fraternidad, sella las consecuencias del mal (por acción u omisión) contra uno mismo para la eternidad. Y la Palabra de Dios, (Moisés y los profetas, a lo que podríamos añadir también el Nuevo Testamento) tiene la suficiente fuerza como para despertar del letargo del ensimismamiento… a quien quiere escuchar. Ni un muerto revivido resultará más convincente que lo que Dios ha hablado y nos sigue hablando.