1Re 19,16b.19-21: Se levantó, marchó tras Elías y se puso a sus órdenes.
Sal 15,1-11: Tú, Señor, eres el lote de mi heredad.
Ga 5,1.13-18: Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado… Vuestra vocación es la libertad.
Lc 9,51-62: El que echa la mano al arado y sigue mirando atrás, no vale para el Reino de Dios.
Nos plantamos en este Domingo XIII del Tiempo Ordinario despejado de solemnidades con una clara interpelación al seguimiento. El recorrido litúrgico que nos ha traído comenzaba con año nuevo cristiano en Adviento. Allí refrescábamos la memoria de la espera de la venida de Jesucristo y preparábamos su la conmemoración de su encarnación en su nacimiento en Belén y su manifestación a todos los pueblos como el Salvador de la humanidad. Esto lo celebramos en Navidad. Después iniciamos el tiempo cotidiano durante algunas semanas para vivir en lo cotidiano la realidad de la victoria de Cristo. Poco después emprendimos la Cuaresma, como especial itinerario de penitencia y conversión para disponernos a celebración la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. Con la Vigilia Pascual abrimos el tiempo radiante de la Pascua fuertemente concienciados de que el Jesucristo el que tiene la victoria sobre el pecado y la muerte. A los cuarenta días celebrábamos su Ascensión al cielo y la promesa del Espíritu Santo, cuyo envío festejábamos al término de la cincuentena pascual en Pentecostés. Su Iglesia, cada uno de nosotros, hemos quedado capacitados para la misión que Dios nos encomiende para la renovación de los deterioros y las lesiones de este mundo y su transfiguración hacia la gloria. El domingo siguiente la liturgia nos ofrecía la fiesta de la Santísima Trinidad, de la revelación de las entrañas divinas, aquel que existe desde siempre en relación de amor del Padre hacia el Hijo en el Espíritu Santo, y en la cual se injerta el proyecto de la creación y la salvación humana. El pasado domingo contemplábamos a Cristo eucaristizado, la creación transfigurada en el Cuerpo de Cristo, en las primicias de la gloria definitiva.
Y tras toda esta trayectoria hoy se nos propone el seguimiento. Podría exponerse de esta manera: una vez visto todo este itinerario del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, ¿te animas a seguirlo? ¿Hasta encontrado algo mejor? O, aún con más contundencia, sencillamente con una petición de Cristo: “Venga, ven, sígueme” como dado por descontando que no ha no hemos encontrado nada de tal envergadura, de tal belleza.
La prontitud con que Eliseo siguió a Elías -y era solo un profeta- da que pensar. Es posible que Elías tuviese un gran poder de convicción y que Eliseo estuviese especialmente receptivo o que esperase desde hacía tiempo algo así. El hecho es que dejó su trabajo y su familia y su tierra y se convirtió en discípulo del gran profeta, es decir, en discípulo de Dios. Lo que Pablo alega para el seguimiento de Jesucristo es que libera. Él mismo había experimentado esta liberación para la cual nos creó Dios, y la libertad lleva a una vida entregada a este Dios en los demás, a los cuales solo les conviene el nombre de “hermanos”.
Y el seguimiento del Señor no es para el castigo o la condenación de quienes no quieren seguirlo, como pretendían Santiago y Juan (unos de los más cercanos) al no ser acogidos por los samaritanos. Tampoco se pueden anteponer otros intereses que lo condicionen. La libertad que ofrece supone asumir riesgos, el riesgo de una vida que se deja atrapar por el Señor y se ofrece a Él en una entrega que se renueva día a día y que diariamente ha de afrontar nuevos retos para confirmar y dejar que el Espíritu robustezca la elección para la libertad.