Is 66,10-14: Se manifestará a sus siervos la mano del Señor.
Sal 65: Aclamad al Señor, tierra entera.
Gal 6,14-18: Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo.
Lc 10,1-12. 17-20: “¡Poneos en camino!”
La vida del recluso puede ofrecer más ventajas de lo que parece. Por lo pronto se le preserva de todas las amenazas del exterior y no tiene que preocuparse con lo que sucederá mañana pues cabe poco en su jornada para la sorpresa. Desde el lugar donde vive y realiza su actividad hasta las relaciones con los demás (si no está asilado) le ofrecen la seguridad de lo ya conocido. El único inconveniente o el más notable es la falta de libertad de movimiento sea impuesto por otros o por uno mismo. Pero, puestos a analizar la situación: ¿libertad de movimiento para qué? Si uno ha conseguido una suficiente calidad de vida donde está, ¿a qué viene el interés por la salida? Acaso por la curiosidad por otros lugares y gentes. En ese caso basta con llevar la clausura consigo para que estas novedades controladas, como escapadas esporádicas, le afecten en lo estructural lo mínimo. Aun con muchos viajes se puede conservar la vida de reclusión en el mundo particular y propio.
El afán de Jesucristo por enviar nos advierte de una realidad previa: Él mismo fue enviado con anterioridad por el Padre. Dios asumió riesgos. Si bien lo suyo no era una reclusión, pues no hay mayor apertura y libertad que en la vida trinitaria, salió del ámbito de lo eterno y se estableció en lo finito. Lo hizo sin nada que ganar ni que perder para sí y todo que conseguir para el ser humano. Esta es una de las razones más interesantes para la salida: “ser para los demás” o la “donación de sí mismo”. Lo que Cristo nos trajo era pura vida divina: enriquecido en su relación con el Padre en el Espíritu podía llenar de riquezas a quienes tendiesen sus manos para recibir. De ellas habían tomado a su vez sus discípulos, sin que aún se les hubiese entregado lo más valioso, que llegaría tras la muerte y resurrección del Maestro y el envío del Espíritu Santo. Pero Jesús no esperó a la plenitud para enviar, sino a que hubiesen recibido lo suficiente para poder ofrecer a otros. Los orígenes de la Iglesia tienen acuñado este movimiento imprescindible de salida para llevar a su Señor. Y llevarlo a las casas, a los espacios personales de los demás, en ocasiones también lugares de reclusión condenados a reeditar diariamente la pobreza propia por su cerrazón al Espíritu de Dios que llega de tantos sitios, que espera en tantos acontecimientos.
El desastre del destierro de los israelitas fue vivido como un acontecimiento trágico, pero que causó apertura a una nueva relación con Dios. Les ayudó la relectura de los acontecimientos desde su fe. El desastre impidió el enquistamiento de una religiosidad cada vez más deteriorada y menos eficaz. Conmovió hasta hacerles plantear la veracidad de su fe. El vértigo de la cruz, escándalo para los judíos, le descubrió a Pablo el lugar de la apertura máxima, donde confluyen lo humano y lo divino: la pobreza más radical del hombre que se da y es despojado y la intervención más entrañable de Dios que libera y eleva salvando a su criatura en su indigencia. No encontraba mejores motivos Pablo para gloriarse, para enorgullecerse de su fe. Habiendo dato todo, todo y más se recibirá de manos de Dios.
Los peligros de toda salida constituyen los riesgos necesarios de la vida en ese movimiento que no es opcional, sino imprescindible. El Evangelio lo exige, toda existencia humana lo implica como un reclamo genético. Allí envía Dios y allí nos está esperando mientras vamos enriqueciendo a los que nos encontramos en este camino emprendido con lo que tomamos de Él.