Ez 17,22-24: “Yo, el Señor, lo he dicho y lo haré”.
Sal 91,1-2.13-16: Es bueno dar gracias al Señor.
2Co 5,6-10: Caminamos sin verlo guiados por la fe.
Mc 4,26-34: Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender.
Las semillas no son muy amigas de los pájaros. Ellas encuentran su trabajo en la tierra, ellos en el cielo; ellas se atarán a un terreno para prosperar, ellos camparán libremente de aquí para allá; ellas alcanzan su sustento de lo que viene del cielo, en agua, luz y sol, ellos se alimentan de lo que da la tierra, como las semillas. Y, sin embargo, como sin tenérselo en cuenta, estas mismas semillas amenazadas por el hambre de los pájaros, cuando se conviertan en arbusto leñoso o en árbol maduro, se ofrecen a darles cobijo para que hagan sus nidos. De una u otra forma la semilla protegerá la vida de estas aves, proporcionándoles alimento o casa. Y es que cada semilla esconde en su pequeñez algo grande que tiene que ver con un movimiento de vida para dar vida.
En las parábolas del Evangelio de este domingo Jesús acude a la imagen de la semilla para habar del Reino de Dios, como si siguiese una dinámica similar a la de las pepitas de las plantas: de lo diminuto e insignificante a lo maduro y grande. Nos propone dos parábolas. Ambas arrancan de la semilla para acabar en el desarrollo de lo que internamente tienen escrito, aunque cada una con un matiz diferente.
La primera parece destacar el carácter irreversible del Reino de Dios. El proceso está en marcha y su éxito final no depende del trabajo del labrador, es decir, de nosotros. No tenemos poder para acelerar el movimiento de la semilla y que, antes de tiempo, se convierta en espiga madura. Su labor es la de favorecer con todos los instrumentos posibles (preparando la tierra, regando, quitando mala hierba) lo que crece de forma misteriosa y sin saber cómo. El triunfo de Dios en este mundo, que es la instauración de su Reino, es casi imperceptible de un día para otro, paulatino, pero seguro. Ninguno de los intentos humanos por instaurar unas relaciones sociales para el bien de todos que no cuente con el proyecto de Dios podrá prosperar satisfactoriamente, porque en estos empeños (y la historia así lo demuestra) existe una lógica voluntad de bien que choca con la tendencia egoísta al pecado, a la exclusión del más débil y la preponderancia del poderoso, bien invadiendo la libertad del otro, o bien despreciando una libertad indiferente a las libertades de los demás y a sus sufrimientos, sin propósito de servicio para el bien común. Dios sabe cómo; es misterioso, no sujeto a lógicas humanas, pero eficaz. De lo pequeño Él sabe sacar algo grande.
La segunda subraya más la diferencia de tamaño, de hecho, el grano de mostaza es una semilla diminuta y cuando llega a su madurez se convierte en un arbusto casi con tamaño de árbol. Es ahora cuando los pájaros ponen su casa en sus ramas. Cuando semilla, la podían comer; cuando el brote tierno, lo podrían tronchar; ahora casi árbol, es el momento de sostener lo que antes no podía.
Es una invitación a la paciencia, a la perseverancia, a dejar paso a la acción de Dios sobre nuestras acciones, porque Él guía mirando a un proyecto con perspectivas amplias, de historia de salvación. Pidiendo nuestra colaboración, con nuestros trabajos y esfuerzos, no deja todo el peso en nosotros. Es Él quien hace prosperar y nosotros ayudamos. Para nosotros, un alivio; para Él, la alegría del servicio a sus hijos por quien ha entregado la vida de su Hijo. El mundo camino, no hacia su destrucción, sino hacia la madurez, porque, aunque los humanos nos opongamos, con nuestro pecado, es Dios el soberano de la historia todo lo creado tiene la genética de marchar hacia la plenitud del Reino.