Dt 4,32-34.39-40: ¿Hay algún pueblo que haya oído, como tú has oído, la voz del Dios vivo?”.
Sal 32: Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad.
Rm 8,14-17: somos hijos de Dios; y, si somos hijos, también herederos.
Mt 28,16-20: sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.
Tal vez haya más respuestas de lo que parece. Esas dudas o enigmas irresueltos que nos piden atención, al menos de cuando en cuando, pueden quedarse mudos, sin que les prestemos especial interés, o inquietarnos hasta el punto de creer necesaria una explicación. Podemos preguntarnos sobre lo pequeño y lo gigante, lo próximo y lo lejanísimo; en todo caso preguntamos porque nos afecta, tiene que ver con nuestra vida y lo que la rodea.
“Pregunta, pregunta a los tiempos antiguos…” Moisés, el amigo de Dios, orientaba a su pueblo en la búsqueda de soluciones a los enigmas. Sobresalía el misterio de Dios. La duda puede ser un lecho de paja que necesita la chispa que lo encienda. Seguimos aún tan cercanos como distantes de sentirnos satisfechos. Si no acarreamos con nosotros un buen puñado de preguntas no despertaremos nuestros sentidos de una rutina tediosa y sin más alicientes que la
Pregunta a aquellos árboles que florecen cada primavera y luego dan fruto a su tiempo sobre el misterio de la vida; preguntemos al sol sobre la responsabilidad de iluminar y calentar; a los astros sobre el orden y el movimiento o sobre la belleza… Preguntemos a nuestra historia qué hay de azar en todo ello, qué de camino a la deriva; a nuestros seres queridos sobre la casualidad que nos hizo encontrarnos. ¿No se puede observar en todo esto un orden, un proyecto, un interés amoroso en que todo prospere?
El empeño por negar la providencia divina y reducir cuanto existe a un golpe fortuito de la nada parece un movimiento antinatural. Preguntemos a nuestra vida si recibe más sentido del deseo amoroso de Dios que ha querido nuestra existencia o, por el contrario, de un azar inexplicable. Así nos iremos acercando al origen, a la fuente de todo. Pero no basta. Es el paso del algo al alguien, del alguien a un próximo, del próximo a Aquel sin el cual se desmorona mi vida.
Es el momento para guardar silencio y aprender, aprender aún más y más allá de las respuestas de la naturaleza y saber del Nombre de este Dios tan cercano y tan distinto, al que no puedo abarcar, pero sí coger de la mano. Es el tiempo de los silenciosos que trabajan sin descanso para tener un diálogo constante con Dios. Estos son los que han sido llamados para tender oídos en la soledad monástica y despejar ruidos de su vida para hacerla silenciosa y capacitada para la Palabra de Dios. Buscan el silencio para que Dios hable y en esas casas de clausura se abre una brecha por la que se cuela al mundo la acción misericordiosa del Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
La Resurrección de Jesús no disipó todas dudas, ni siquiera el envío del Espíritu Santo. Los discípulos de Jesús se acercaron con el triunfo sobre la cruz bajo el brazo adonde el Maestro les había dicho, a un monte de Galilea. Al verlo se postraron, pero algunos vacilaban. Se trata de una dubitación que requiere una fe renovada cada día a cada reto. Si no experimento a Dios en mi vida y esa experiencia consiste en la paternidad misericordiosa del Padre, la fraternidad elocuente del Hijo y la fuerza vital del Espíritu, la duda puede desplazar las respuestas que Dios nos va poniendo. Quien tiene una respuesta suficiente a la pregunta sobre Dios, porque sabe llamarlo “Abba”, Padre, tiene también responsabilidad en que otros lo conozcan y lo conozcan Padre, Hijo y Espíritu. Él trae no solo trae respuestas, también preguntas y despierta en nosotros lo que antes no nos había planteado. Así nos iremos dando cuenta de que la respuesta fundamental es el gozo en Dios, la alegría de ver cómo el Padre y el Hijo se aman en el Espíritu y cómo así nos hace partícipes de su amor.
¿No es el ejercicio de amor la respuesta total a la pregunta del amor, que subyace debajo de cada una de nuestras cuestiones?