Hch 2,1-11: Se llenaron todos de Espíritu Santo.
Sal 103,1ab.24ac.29bc-30.31.34: Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.
2Co 12,3b-7.12-13: Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu.
Jn 20,19-23: Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y dijo: “Recibid el Espíritu Santo”.
Cuando todos los demás espacios se han convertido en lugares inhóspitos y amenazantes, cuando tras las miradas hay sospecha y prejuicio, cuando se ha perdido la seguridad de la persona que tiraba de todos animando, trayendo una novedad inaudita… aún queda la casa y la familia para estar en el lugar propio con los propios. Jerusalén se había convertido en un campo de derrota y fracaso, pero aún conservaba un lugar para cobijarse, el hogar donde Jesús había celebrado la cena de despedida con sus discípulos.
Una casa cerrada a cal y canto más que un cobijo es un escondrijo. Si el hogar no es ese espacio luminoso donde se vive con los íntimos pero con apertura a que otros entren y se pueda también salir hacia otros lugares, entonces el ambiente se enrarece, porque no se renuevan los aires de aquellas estancias y todos terminan por respirar la misma tristeza contagiada.
Los discípulos del Señor, que tanto habían caminado con Él por Palestina, se encontraban ahora parados y encerrados. El miedo convierte la casa en caverna. La aparición del resucitado en medio de ellos descubre una nueva puerta por la que accede Dios cuando todas las demás están selladas. Trae paz a unos corazones hostigados por la tristeza de la muerte del Maestro. Trae las huellas de la pasión como el picaporte que se toma para abrir y pasar por una puerta insospechada: la de la resurrección.
Este encuentro con el Resucitado llena de lo que tan faltos estaban, de alegría, pero aún no habrá reforma en la casa hasta que sople sobre ellos para insuflar el Espíritu Santo. Hay una distancia de cincuenta días entre esta aparición que relata san Juan en su Evangelio y el episodio de Pentecostés del que habla san Lucas en el libro de los Hechos de los Apóstoles, pero pueden hilvanarse sin complicación. El Espíritu sobre los discípulos abre la clausura del miedo y hace crecer la casa con proyección universal. Tantas lenguas como lugares y todas proclamando la misma noticia, la maravillosa intervención de Dios entre nosotros. Ese impedimento recio que impide llegar a otras casas y que aísla en comunicación, el idioma, ya no tiene poder para que aumente el hogar de los discípulos del Señor.
El cambio es abrumador: de un pequeño cubículo blindado como el único donde aquellos pocos discípulos podían encontrar protección (la añoranza de los momentos junto al Maestro en un recuerdo sin esperanza), se pasa a una mansión con las dimensiones del mundo, donde cualquiera puede entender en su propio idioma al resucitado.
¿Qué tendrá el Espíritu para agrandar, disipar miedos, alegrar, esperanzar, mover… a los que se habían achicado hasta hacer que su mundo fuese un lugar tan reducido como una casa? Junto a esto un poder especial para perdonar pecados o retenerlos. Un elemento fundamental de la misión de Jesucristo ha sido la llamada a la conversión y el perdón los pecados. Combate el mal y el pecado como un objetivo absolutamente prioritario. Lo que da Jesús con su Espíritu es la prolongación de este ministerio que deberán realizar sus discípulos. Podemos ver en ello el perdón sacramental conferido a los sacerdotes; también el poder de la comunidad para extender la misericordia de Dios de muchas maneras (podríamos decir que en muchas lenguas). De ahí que la imagen del cuerpo que ofrece san Pablo en la primera carta a los Corintios sea tan elocuente: describe la acción del mismo Espíritu Santo en cada cristiano donde se manifiesta de manera diferente, dependiendo del carisma, del servicio o la misión que encomiende. Sin rivalidades y con comunión, sabiendo y viviendo que el éxito del otro es el de Dios y el mío propio, el de la Iglesia.
Trabajar por abrir, por saltar cerrojos, liberar y favorecer el crecimiento. A través del perdón se abre una ranura por la que se cuela Dios y se hace presente en medio de la vida de cada persona; más aún, Él es el que posibilita esa brecha. El poder para retener pecados, parece hacer alusión a la facultad para apartar de la comunidad a quien peca gravemente, para hacerle ver su mal y moverlo a la conversión. En todo caso, siempre buscando el bien de salvación de toda persona.
El fondo de todo trabajo apostólico es manifestar la misericordia de Dios que ha entregado a su Hijo por nosotros, para nuestra salvación. Aquello se expresaba en las señales de manos y costado del Maestro, que han de ser los signos por los que reconocemos cómo el Espíritu de Dios renueva todo y convierte en misericordia la crueldad de una muerte de cruz. Esto es dejar que Dios haga crecer nuestra casa y hacer de todo lugar morada de Dios e Iglesia, de toda persona hermano.