2Cr 36,15-16. 19-23: Quien de vosotros pertenezca a su pueblo, ¡sea su Dios con él y suba!
Sal 136,1-6: Que se me pegue la lengua al paladar, si no me acuerdo de ti.
Ef 2,4-10: Estáis salvados por su gracia y mediante la fe.
Jn 3,14-21: Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único.
Propongo una historia. No “mi” historia, ni “tu” historia, ni siquiera “nuestra” historia, sino “la” Historia. Aquella donde no serán suficientes todas las miradas para que interpreten y concluyan; es la historia que va tejiendo el Señor contando con el arte humano; a veces, no pocas, con el desastre humano. Se llama “historia de la salvación”, donde ni todos los ojos humanos pueden agotar su inmensidad y hondura, sino que hay que arrimarse al amor de Dios para esclarecer. Y en ella encontramos nuestra propia historia, sobre la que podemos hacer numerosas interpretaciones, pero todas ellas desatinadas si no la contemplamos al trasluz de esta “historia del amor de Dios” por todos para nuestra salvación.
La historia de Israel podía ser una más entre las historias de tantos pueblos, pero entendía que habían sido escogidos por el Señor como el pueblo de su heredad por puro amor. O los acontecimientos que sucedían eran interpretados desde esta elección o estos hechos quedaban desgajados arrastrando al sinsentido todo lo demás. Aquel suceso demoledor, cuando el destierro y la destrucción del templo, provocó miradas diferentes hacia Dios. Parecía que la historia del pueblo de Israel llegaba a su fin frustrando todas las expectativas. ¿Habrá habido abandono por parte de Dios? ¿Será impotente ante otros dioses? ¿Ya no le interesamos? Para no precipitarse en una respuesta inadecuada hay que hacer balance de aquella historia de elección, descubriendo que el daño producido ha sido consecuencia de la “infidelidad” del pueblo. Su olvido de Dios causa una situación de castigo para propiciar el arrepentimiento y la vuelta al Señor. La desgracia provoca un trabajo más esperado en la memoria, que se preocupa, ante una situación de apuro, por hallar la verdad para encontrar una salida a lo que se está viviendo. Lo recuerda el redactor del segundo libro de las Crónicas: ha sido la infidelidad del pueblo la causa del desastre. Y recuerda también abriendo a la esperanza: Dios ha enviado un salvador.
A golpe de pecado vamos labrando una historia de daño sobre nosotros mismos. ¿Acusaremos a Dios de nuestros propios delitos? El reconocimiento de nuestros pecados es acercamiento a la verdadera historia; su negación es perseverancia en la penumbra. Por eso, tanto en la historia del ser humano como en la mía, hace falta poner verdad acerca de nuestras maldades, como requisito necesario para la curación y la enmienda.
No basta solo, sin embargo, con aceptar que tenemos faltas y provocamos males, porque lo prioritario es contemplar cómo es la bondad de Dios la que cubre multitud de pecados y la que prevalece sobre todo mal. De ahí que solo mirando a Jesucristo crucificado y resucitado, interpretamos la historia con mayor realismo, con mayor verdad: allí vemos la consecuencia final de nuestros pecados, “el asesinato de Dios”; allí Dios nos toca con un perdón sin condiciones abriendo en la cruz una puerta a la vida en la Resurrección.
A Jesús le sirvió el pasaje en que los israelitas, tras haber pecado contra Dios, reciben el castigo de la mordedura mortal de las serpientes en el desierto. Esto recuerda la falta humana repetida de muchas formas y en tantos momentos. Pero también invita a mirar hacia el estandarte donde Moisés coloca la serpiente de bronce para recibir la salud. La cruz incita a mirar elevando los ojos un poco a lo alto, para tampoco detenernos en nuestros pecados, sino en la misericordia de nuestro Señor. Despegar la vista desde aquello que me preocupa con subrayado, mi mal, mi pecado, pero que no puede convertirse en el centro de mis atenciones, para fijarla en el signo salvador que me hace entender “mi historia” en la “Historia de la salvación”. Solo en Jesucristo podemos interpretar con verdad y realidad la historia de todos y la mía en particular. Solo sabiendo de mi pecado y, todavía más, del perdón de Dios, tendré los recursos suficientes para entenderme a mí en este mundo. Aquí está la luz que unos reciben y otros rechazan, dependiendo de las ganas de Verdad que tengan.
La Verdad causa una profunda alegría, que ha de protegerse y estimularse durante este tiempo de Cuaresma, para que llegar con deseo de plenitud a la celebración de la Pascua. Nos lo recuerda este domingo llamado de “Laetare” (alegraos). Nos oscurecemos porque vemos solo pecado en nuestras vidas o no lo vemos en absoluto. En ambos casos, porque no se ve a Dios. La búsqueda de la alegría coincide con la búsqueda de la Verdad, de “la” Historia (proyecto del amor de Dios), donde nuestro Señor quiere contar sin excepción con cada uno de nosotros y, por tanto, habrá tropiezo, pero siempre asumido con sonrisa por el amor incondicional de nuestro Padre.