Ex 20,1-17: “Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud”.
Sal 18,8-11: Señor, Tú tienes palabras de vida eterna.
1Co 1,22-25: Nosotros predicamos a Jesucristo crucificado.
Jn 2,13-25: No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre.
Vertiendo todo un cargamento de piedra sobre la tierra, se acotará un espacio antiguo para un uso nuevo, y el mismo lugar será ya distinto; separado del resto, cambiará de utilidad. Así tuvo su comienzo el local designado para significar la presencia de Dios. Hacía falta un edificio en el corazón del pueblo para la memoria de quien debía ser siempre su centro, como era origen y final. Pero el montón de roca precisa orden para hacer morada; de la piedra se sacará muro y techo y habitación… casa en definitiva. A Dios no le gusta la piedra más que la nube del cielo, ni la nube que la piedra. Si una es pesada hasta no despegarse de la tierra y la otra ligera para sobrevolar sobre nuestras cabezas, Dios siempre preferirá la tierra humana, que sin dejar de emerger del suelo, se encumbra hacia el cielo; que sin tener la dureza de la roca, tampoco es tan intangible como el vapor y puede recibir forma de las pacientes manos de Dios. De la piedra a la tierra hay una distancia: la del agua, porque la roca no permite que penetre a través de ella, mientras que la tierra se hace una con el agua para formar barro. De la nube a la tierra hay otra distancia: la nube solo agua ligerísima, incapaz de recibir modelado; en la tierra hay agua con mezcla de polvo, susceptible de los dedos artesanos. Otra distancia, del edificio al hogar: en uno hay piedras sin vida, en el otro hay personas que acogen. Hasta aquí quería llegar Dios: que el lugar, el templo, sirviese para el encuentro con su pueblo. No pretendía un terreno, sino un hogar, donde la tierra más preciosa fuese la de la carne humana estremecida por el tacto de su Señor.
La piedra del templo no será hogar de Dios hasta que en sus rocas no se sienta el aliento humano, y todo aquel edificio se conciba como lugar para el encuentro con un amigo y Creador. El proyecto de templo para Dios pide piedras, que son recogidas para hacerle casa, y lleva consigo un trozo de corazón creyente.
Aunque el Altísimo escogió la piedra para dejar grabada su ley, no era para arrojarle al pueblo las tablas con sus mandamientos como una losa terrible, sino buscando perpetuidad en algo duro y duradero, con el fin de que la piedra comenzara a enternecerse en el corazón del creyente. Si no permanecería con rigidez, provocando más temor que piedad, y otras veces indiferencia. Para que la Palabra de Dios se reciba con acogida, tiene que pasar de la roca al corazón, de la piedra a la carne. Cumplir simplemente lo mandado, puede ser ayuda en algunos momentos; sin embargo, un corazón maduro precisa razones, y solo se pueden encontrar razones para los mandamientos en el amor de Dios que quiere hacer hogar entre nosotros.
El Jesús indignado con enfado en este evangelio es el Jesús que se contrista al encontrarse un templo solo de piedra, donde el corazón se hizo impermeable al agua mansa de Dios. Arroja del templo a los que comercian facilitando los animales del culto (lo cual estaba permitido), ¿qué de malo hay en ello? De esto podrán saber mejor los que más trato tienen con Dios. La sensibilidad rechaza cuanto anule, entorpezca o siquiera distraiga la relación con el Señor. El sacrificio, ese instrumento ancestral y válido hasta Jesucristo para la petición y la alabanza y la acción de gracias a Dios, se había convertido para muchos en un simple rito, no más que una piedra seca sin carne, donde no había latido creyente, hasta el punto de meter a los propios animales en el lugar santo, no para facilitar el culto, sino el negocio.
Dios no cabe en un recipiente, aunque tenga las dimensiones del cosmos, porque lo hizo Él, pero habita muy a gusto rezumando en la carne del que espera en Él y vive buscándolo y encontrándolo. Por eso la carne gloriosa de Jesucristo, su cuerpo resucitado, es el lugar del encuentro sublime entre Dios y el hombre, el hogar más amable para ambos, donde la tierra humana se ha dejado empapar por el Espíritu de Dios. Aunque aún no hemos alcanzado esta cumbre, sí estamos caminando hacia ella en la medida en que nos implicamos en preparar hogar para el Señor, donde no puede haber exclusión de nadie. Para ello habrá que expulsar mucho negociante y mercader de dentro. Una absoluta estupidez, una inutilidad soberana, como escándalo para judíos y necedad para los griegos, y para todos aquellos que no han experimentado ese amor pacificador y gozoso en su propia carne; pero para el creyente, vida eterna. Esta experiencia es la sensibilidad de la Pascua, el paso de pasión, muerte y resurrección del Hijo de Dios por nuestras vidas. Si no lo hemos experimentado aún, aunque sea un poquito, ¿qué esperamos para prepararnos a hacerlo? ¿No será por demasiadas durezas a fuerza de mercadear con Dios y los hermanos?