Lv 13,1-2.44-46: El sacerdote lo declarará impuro de lepra en la cabeza.
Sal 31,1-2.5.11: Tú eres mi refugio, me rodeas de cantos de liberación.
1Co 10,31-11,1: Hacedlo todo para gloria de Dios.
Mc 1,40-45: Acudían a Él de todas partes.
Por hacerle el favor a la sociedad, se desfavorecía a uno, hasta hartarlo de soledad. No había otra forma de protección ante el peligro de un contagio colectivo que aislar la amenaza. Esto hacía de la lepra una enfermedad especialmente dañina: hería en la carne y hería en el corazón. “¡Impuro, impuro, impuro!”, así, a gritos, el leproso saludaba con su desgracia, provocando a voces la huida del que se acercase. Este saludo describía su estigma, acuñado por la enfermedad y por el veredicto del sacerdote. La sentencia se quedaba con él, como un apodo, y ¿quién se iba a acordar ya de su nombre cuando la enfermedad le impedía incluso el trato cercano con otros? Solo la curación, legitimada por el sacerdote le permitía reintegrarse de nuevo en el pueblo (vuelta a las relaciones, a la vida social, a la comunicación con los iguales, al culto a Dios).
El Nuevo Testamento estaba tan lleno de leprosos como el antiguo; el protocolo sanitario-religioso seguiría siendo, al menos en mucho, lo mismo. Si la medicina no había traído ninguna novedad, tampoco el pueblo habría previsto nada nuevo. Había que apartar al enfermo irremediablemente. El hombre herido por la lepra arriesgaba acercándose a un sano, que podía despedirlo con insulto y agresión. Para el que ya ha sido agredido en su dignidad, condenado a la exclusión, quizás no provoque tanto riesgo. No eran excepcionales las curaciones de la lepra, aunque se consideraban como un milagro. Aquel hombre habría oído hablar de Jesús (la palabra atraviesa distancias que saltan de sanos a “impuros” y lleva el mensaje a los más apartados) y a él se acercaría como alguien milagroso. Los sacerdotes no podían curar, solo avalaban el contagio o la curación. Acercarse a Jesús es allegarse a quien es más que un sacerdote, porque él sí que tiene poder para el verdadero cambio.
Primero una petición humilde, hasta temerosa, del hombre enfermo. Es entrañable ese empeño por llegar hasta Jesús. Él le responde con un gesto, sobrio en la descripción del evangelista, pero muy sugerente: “lo toca”. Pone su piel sana sobre la piel enferma, la piel sanadora del Hijo de Dios hecho carne, junto a la del hombre que le pide a Él. Aunque las leyes habían establecido sus cauces para evitar ese contacto y mantener distancias, Jesús amplía las posibilidades de resolución del conflicto con mucha proximidad y curación por el tacto. Acompañan también unas palabras: “Quiero, queda limpio”, que lo diferencia radicalmente de los sacerdotes, inútiles para curar. Curiosamente, una vez curado, lo envía, como mandaba la ley, a que se presentara al sacerdote. No rechaza la ley, pero muestra su superación a través de una nueva respuesta, eficacísima, que produce la curación del enfermo, muy unida a la sanación de la herida en su dignidad y a la alabanza a Dios, autor de la vida, que cuida de toda vida; más aún, de “mi” vida.
Como es típico en Marcos, aparece la prohibición de divulgar el hecho (el secreto mesiánico). A Jesús, o se le mira en todos sus pasos, culminado su vida en la entrega de cruz, o los ojos se desviarán de lo central y se quedarán con un Cristo curandero. La cruz apetece menos que el milagro, pero es su meta. Sin cruz no hay curación definitiva de resurrección. El hombre sanado no puede o no quiere reprimir el entusiasmo y transgrede la prohibición. ¿Fue de alegría incontenida? ¿Apreció en su corazón algo más que a un Jesús milagroso?
La sociedad estableces sus propios cauces para solventar conflictos. ¿Serán definitivos? Muchos se fundamentan en distancias: poner tierra de por medio entre enemigos evita males. Jesús supera con creces. Su proximidad motiva un cambio real y de hondura que se abre a la misericordia de Dios, que no deja de sorprender cuando aporta una solución real, que mira a la persona para su salud íntegra, su salvación. Al expresar Pablo a los corintios que lo hagan todo para gloria de Dios, lo hace en el sentido de la búsqueda de lo que Dios pide a cada uno, y así habrá una respuesta nueva a planteamientos viejos que causen la victoria buscada por Dios en nosotros.
El saludo del apartado: “¡Impuro, impuro!”, es desplazado por el del abrazado por Dios: “¡Hijo de Dios, hijo de Dios!”, proclamando con rotundidad la propia salvación por aquel que me ha tocado en mi piel con un perdón entrañable y un amor que me pide llevar y compartir, para que todos se sepan igualmente amados incondicionalmente (sanados en sus heridas más íntimas). Ese nombre, hijo de Dios, unido al nombre propio, vivido con rostro radiante y vida coherente, ¿no atraerá miradas e interés en sentido inverso a como el enfermo de lepra las repelía?