2Re 4,42-44: “¿Qué hago yo con esto para cien personas?”.
Sal 144: Abres tú la mano, Señor, y nos sacias.
Ef 4,1-6: Os ruego que andéis como pide la vocación a la que habéis sido convocados.
Jn 6,1-15: “Que nada se desperdicie”.
Tanta hambre había de vida que se juntaron por miles en torno a la Palabra de Dios hecha carne. Él les había causado admiración con sus curaciones y quizás, más que su enseñanza, era eso lo que buscaban: remedio a su precariedad, alivio a sus padecimientos. De la sanación del cuerpo, él conducía enseñándoles a sanar el corazón. Ambas cosas manifestaban la misericordia divina. Pero en esta ocasión aún causó mayor sorpresa dando también un alimento inesperado: el pan de comer.
Esto ya lo había hecho Dios antes con su pueblo, como con el maná durante su travesía por el desierto, como por medio de Eliseo con el pan de las primicias repartido para cien personas. Y no lo dejaba de hacer de forma providente cada día, aunque con la discreción del Espíritu Santo y la colaboración humana.
Jesús continúa esta tradición bíblica de dar de comer en ocasiones excepcionales para invitar a un salto prodigioso, donde Él, como aparecerá al final del capítulo sexto del evangelista Juan, se mostrará como el Pan vivo que hay comer para la inmortalidad.
En esta primera parte del pasaje pasa casi desapercibida la intervención del muchacho que aporta los cinco panes de cebada y los dos peces. Entrega lo que tiene y se queda sin nada. Lo que tenía era mucho para sí, poco para muchos, nada para los miles allí reunidos. ¿Fue él el que lo ofreció o le instaron los discípulos a que lo hiciera? ¿No habría entre tantas personas más que pudieran entregar lo suyo para contar con algo más?
Aunque sin saber los pormenores de aquella entrega, parece como si el muchacho estuviera atento a la conversación entre Jesús y Felipe, y viera inquietud de los discípulos. Desapareció su comida propia y apareció una comida para una multitud. Quizás tenía tanto, demasiado para él, porque iba a compartirlo con otros; sabría que en el descampado no encontrarían comida, y se proveyó de todo lo que pudo para ayudar a algunos. Pero el Señor hizo posible que el pan llegara a todos y aun sobrase. Un posible gesto de generosidad personal se convirtió, en Cristo, en una proclamación de la providencia divina y el cuidado de sus hijos.
No dice nada el evangelio de que se le diera las gracias al muchacho o se le hiciera algún reconocimiento. Quizás lo hubo, aunque no recogiese por escrito. Lo importante es que, sencillamente, se percató de la necesidad y dio, y su acto llegó a muchos. Llegó porque el Señor lo bendijo, lo redimensionó haciéndolo de todos.
Si este episodio apunta a la Eucaristía, ¿qué no hará el Señor con nosotros y para los demás al ofrecerle lo que llevamos encima, lo que tenemos, lo que somos?