Ez 2,2-5: “Sabrán que hubo un profeta en medio de ellos”.
Sal 122: Nuestros ojos están en el Señor, esperando su misericordia.
2Co 12,7b-10: “Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad”.
Mc 6,1-6: Se extrañó de su falta de fe.
El evangelista Marcos nos lleva hasta la sinagoga de Nazaret, donde aparece Jesús enseñando. Era una práctica habitual del Maestro: acudía a la sinagoga del lugar, donde se leía la Palabra de Dios, y enseñaba comentando el texto leído. Los judíos locales estaban también acostumbrados a reunirse los sábados para escuchar la Palabra y recibir una enseñanza a partir de esta por alguien acreditado para ello. El que enseñaba tenía el reto de escudriñar la Palabra divina y acercarla a la comunidad, interpretándola en el contexto que vivían. Debía ser, por tanto un cercano al Señor que había pronunciado esta Palabra recogida por escrito y próximo a las necesidades e inquietudes de los oyentes.
Pero no todo dependía del que proclamaba, también había de poner de lo suyo el que escuchaba. Este podía acercarse con un talante diverso, bien como quien va a recibir algo que entiende ya sabido o que no le interesa, bien como quien quiere dejarse sorprender.
Llegó Jesús a su pueblo y enseñaba en la sinagoga. Qué mejor comentador de la Palabra de Dios que la misma Palabra hecha carne. Sin embargo, fue testigo, con perplejidad, de cómo sus paisanos se admiraban inicialmente de lo que decía y luego dejaban ahogar ese mensaje por prejuicios, digámoslo así, “pueblerinos”. Era una consecuencia de la cercanía de Dios: tan de nosotros que los suyos se quedaran solo en la carne humana y no vieran al Cristo eterno encarnado (como les pasó a los arrianos). Asfixiaron la frescura del decir de Dios que atraviesa la historia iluminándola con razones humanas de corto alcance, opacas. Quien tenga algo que decir por encima del mensaje divino se querrá quedar con lo suyo, desdeñando lo de Dios; preferirá pobreza a riqueza, penumbra a claridad.
El Maestro se extrañó de su falta de fe y no pudo hacer allí ningún milagro. La confianza que se la concede a Dios y a su Palabra parece vital para dejarle obrar milagros o darnos cuenta de su acción providencial y milagrosa en la historia común y particular. El milagro no es otra cosa que la corroboración de su Palabra; donde no hay crédito a lo que nos dice, tampoco se sabrá reconocer el milagro. Pero ahí están los profetas, los que saben escuchar y se dejan sorprender por esta Palabra divina. Además se ve empujado a interpelar al pueblo, como un altavoz, para que escuche a su Señor, que lo ama y le exige. Es lo que Dios nos pide a nosotros, profetas por el bautismo: que vivamos atentos a su Palabra y seamos ante los demás testigos de ella con palabra y obra, mostrando lo milagroso de una vida que se deja transformar por Dios.
San Pablo experimentaba en su cuerpo como un anti milagro, una circunstancia que le resultaba muy molesta y de la cual no sabía cómo librarse. Él la llamaba “espina en la carne”. Llevó su inquietud a Dios por tres veces y escuchó también tres veces: “Mi gracia te basta: la fuerza se realiza en la debilidad”. La Palabra le propició un camino inesperado por el que no desparecía el incordio, sino que lo presentaba como una ocasión para crecer en confianza en Dios y en humildad.
Profetas para las cosas del mundo y para las nuestras propias, escuchemos bien la Palabra de Dios y dejémonos mover por ella; prefiramos la claridad meridiana que nos viene del Señor para iluminar lo que vivimos, que nuestras razones al margen de su Palabra y destinadas a pasos muy muy cortos. Por ello, tendremos que entrenarnos bien para para aprender a escuchar, y no hay mejor entrenamiento que la práctica.