Hch 4,8-12: Ningún otro puede salvar.
Sal 117: La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular.
1Jn 3,1-2: Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios.
Jn 10,11-18: Yo soy el buen pastor. El buen pastor da la vida por sus ovejas.
Para que nosotros dijésemos alguien tuvo que decirnos antes. Nuestras palabras las aprendimos de otros, de quienes las hemos escuchado (más de parte de los que más tiempo han pasado a nuestro lado) y con ellas hemos ido pronunciando la vida (lo que nos rodea, lo que nos importa, lo que nos preocupa… a quienes nos acompañan y amamos, lo que somos).
Pero no es suficiente haber aprendido palabras, sino que también debemos conocer la importancia de cada una de ellas y el modo de emplearlas. Esto depende en buena medida de nuestra relación con aquellos de quienes nos han llegado a nuestros oídos, hasta el punto de que podría suceder que lo que decimos sonará muy diferente dependiendo de esta relación. Sonarán a confianza, heridas, seguridad, dubitación, entusiasmo, derrotismo, indiferencia… si las hemos aprehendido desde el amor o sin él, tanto por parte de donde nos llega como de quien las recibe.
Jesucristo es la Palabra del Padre y él pronuncia lo que le escucha a su Padre, que es amor. Cuando dice: “Yo soy el buen pastor” habla, por un lado, de la misión encomendada por su Padre y su obediencia a Él y, por otro, del cuidado y atenciones con que nos acompaña, como un pastor con su rebaño. La mejor visibilización de este interés por nosotros es que se ha sacrificado para salvarnos, al contrario que quien pretende solo sacar un beneficio personal del rebaño y no le importan las ovejas. Esta declaración es de completa actualidad cuando escuchamos que se pone precio a nuestros datos personales por la cantidad de información que ofrecen sobre nosotros con el único fin de hacerlos compradores de más productos. ¿A quién le interesamos? ¿Quién se preocupa por nuestro bien, por nuestro crecimiento? Cuanto más somos utilizados como mercancía para beneficios empresariales, más quedamos deteriorados en nuestras relaciones con los demás. Parece como si esta realidad tan perversa se contagiase. La experiencia de Cristo Salvador lleva a recuperar la confianza en la valía humana: si el pastor ha dado su vida por sus ovejas, si el Hijo de Dios se ha hecho hombre y se ha dejado matar por cada uno de nosotros, ¿quién va a poner en duda que somos la niña de los ojos del Señor? Somos más preciosos que cualquier ganancia económica, que todo el universo de beneficios. ¿Quién nos va a cuidar mejor que quien está dispuesto a poner en riesgo su vida por nosotros?
Una paradoja sorprendente es que, aun sí, Jesucristo sigue siendo desechado, como un elemento sin valor por los valores imperantes, aun cuando es la piedra angular sobre la cual construir el edificio personal. Mientras a través de tantas ofertas se busca despersonalizar a la gente, para quebrar sus relaciones y hacerlos más dependientes de las compras, Cristo invita a una relación personal con Él y entre todo, donde resplandezca el cuidado y el interés por la persona. Una construcción asentada sobre otro cimiento que no sea Él, muerto y resucitado, está destinado al colapso y a la ruina. Para que digamos, más aún, para que seamos, Él ha tenido que decir de parte del Padre, y ha tenido que hacerse de todos con su entrañable misericordia.