Hch 3,13-15.17-19: Arrepentíos y convertíos, para que se borren vuestros pecados.
Sal 4: Haz brillar sobre nosotros el resplandor de tu rostro.
1Jn 2,1-5: Él es víctima de propiciación por nuestros pecados.
Lc 24,35-48: Vosotros sois testigos de esto.
Una sola palabra puede darnos la clave para interpretar un conjunto de textos o una serie de episodios.
Las lecturas al completo de la liturgia de este domingo tienen como denominador común el pecado, la desobediencia a Dios. Este pecado tiene propiedades amnésicas: tiende a perderse en el olvido, bien perdiendo el rastro del mal causado bien desoyendo la voz paterna de Dios. La recuperación de la consciencia del mal cometido o el bien debido y no hecho reclama un itinerario que se puede recorrer gracias a ciertas luces: el de la misericordia de Dios.
El día de Pentecostés los discípulos pasan de estar reunidos ellos solos en una estancia a salir e interactuar con judíos de diversas partes del mundo. Es una consecuencia de la presencia del Espíritu Santo en ellos. Aunque se habían encontrado con el Resucitado, necesitaban el Espíritu enviado por Él para la misión. Lo primero que hace Pedro es predicar, porque el Espíritu lleva a hablar de lo que Dios ha obrado para la salvación del hombre, pidiendo que el hombre reconozca su pecado, que es responsable de la muerte de Cristo y se arrepienta. Conocer a Dios lleva a reconocer el pecado y no querer pecar más. A Dios lo podemos conocer por el testimonio de quienes han vivido con Él, de los que pasan tiempo y tiempo a su lado para escuchar su Palabra. El proceso de conversión lleva a vivir con mucha alegría la unión con el Señor y querer transmitirlo a los demás. Quien recibe el anuncio de un misionero del Evangelio debe acabar convirtiéndose él mismo en misionero para otros.
Jesús Resucitado se apareció primero, según el evangelista Lucas, a los dos discípulos de Emaús y también a Pedro. Luego a todos los discípulos reunidos en la misma estancia. Unos pocos fueron testigos, antes de la Iglesia al completo, de que estaba vivo. Actúa libérrimamente, sin atenerse a criterios humanos. Una avanzadilla de discípulos serán los primeros para preparar el camino. Aun así, tardarán todos en reconocerlo como Resucitado, a pesar de enseñarles las llagas de la pasión y de comer con ellos. Hasta que no les abre el entendimiento, no creen, no saben interpretar las Escrituras. Qué confusión para quienes tienen que vivir experiencias sin saber el vínculo entre unas y otras ni la razón y sentido de lo que sucede. Cuánto despiste si no se encuentra en las Escrituras el modo de armonizar todo y que esto tenga eficacia para la vida propia.
Sobresale la relación de amor entre Dios y los hombres, donde estos responden a Dios con su pecado y Él perdonando como modo de amor. El pecado descompone, retuerce, destruye la criatura humana; el perdón de Dios lo regenera, lo regenera, lo configura para la esperanza. El primero viene de la fragilidad, el segundo del libérrimo amor divino. Como con la parábola del buen samaritano, a quienes hemos descubierto el pecado personal y el perdón de Dios recibimos el mandato: “Anda y haz tú lo mismo”.