Is 42,1-4.6-7: 60,1-6: Sobre él he puesto mi espíritu.
Sal 28: El Señor bendice a su pueblo con la paz.
Hch 10,34-38: Dios estaba con Él.
Mc 1,7-11: “Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto”.
El protagonismo del Hijo en estos estos acontecimientos en torno a su nacimiento, la maternidad y virginidad de María, el anuncio a los pastores y la adoración de los magos de Oriente no ha disminuido la presencia de aquel que ha movido todos los hechos, que ha dicho y se ha realizado: el Padre.
En todo podemos rastrear su presencia. Es quien tiene establecido los tiempos y sus contenidos, el que guía la historia, al que no puede ocultar la maldad humana, el que pone en movimiento todos por su libre misericordia.
La paternidad de Dios vibra en cada una de las escenas celebradas en estos días. Es quien regala la fecundidad a Isabel y Zacarías, el que elige a su hijo Juan como precursor del Mesías, el que envía el ángel Gabriel a María, y lleva el anuncio del nacimiento de Jesús a los pastores, el que puso la estrella que guio a los magos… El Padre sabe, el Padre da misión a cada uno y, los que lo obedecen, van abriendo las puertas al Salvador y su salvación. En el episodio del bautismo de Jesucristo en las palabras de Marcos, es la primera vez que se explicita el diálogo del Padre hacia el Hijo: “Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto”.
Que haya Padre significa que hay principio en el amor, que hay una misión, un sentido, una orientación para los pasos. Al torrente de amor paterno que prodiga el Padre al Hijo este responde con su obediencia. El Padre abre el diálogo expresando el amor de predilección por su Hijo, el Hijo responde con su vida obediente, que lo lleve a manifestar esta amor paterno por todos nosotros. Lo hace cumpliendo, como siempre ha hecho, con la escucha y la realización de su voluntad. Con su bautismo se abre un periodo nuevo. Si anteriormente la voluntad del Padre fue ocultamiento y crecimiento en el silencio, la cotidianidad y la discreción, ahora pide publicidad a su vida y a su misión.
Comienza en un entorno de pecado y de reconciliación. Juan el Bautista aborda la tragedia del mal e invita a hacer revisión personal y pedir perdón a través del gesto del agua. Jesús se presente como el que puede realmente perdonar los pecados, porque tiene consigo al Espíritu Santo. Por eso Juan lo reconoce como mayor y más poderoso que él.
Qué buena ocasión para hacer memoria de nuestro bautismo y lo que Dios ha provocado en nosotros. El Padre nos ha vinculado a su amor por medio del Hijo en el Espíritu Santo que se nos ha dado. ¿Hemos ido respondiendo a su misericordia con obediencia? ¿Nos sabemos partícipes de su misión? ¿Vivimos como si realmente tuviéramos un Padre común? Nuestro mundo está tan necesitado de la paternidad de Dios, a la que le ha dado la espalda, que nuestra misión de hijos es cada vez más urgente. No nos descuidemos.