Dn 7,13-14: Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin.
Sal: El Señor reina, vestido de majestad.
Ap 1,5-8: Todo ojo lo verá; también los que lo atravesaron
Jn 18,33-37: ¿Eres tú el rey de los judíos?
Si hablamos de reino, entendemos ante todo un tipo de relación donde ha de existir alguien que reine y otros que reconocen esa autoridad y obedecen. De modo de organización responde a la necesidad de regular las relaciones de unos con otros y que exista un orden en la sociedad. En este sentido el rey es un servidor de utilidad pública. Este papel se desempeña hoy, por lo general, desde lo que se denomina “soberanía popular”, en la que el pueblo elige a sus gobernantes, que en ningún caso se van a llamar “reyes”, aunque tengan funciones básicamente similares, aunque con una importante diferencia: su oficio o mandato no le viene al rey del pueblo, sino de una fuerza (llamémosla así) que trasciende una elección democrática, anterior incluso a la constitución del mismo pueblo o sociedad. En muchos casos, la legitimación de por qué esta persona tenía que ser rey se basaba en la sucesión casi siempre biológica y esta, en sus orígenes, en una elección divina o de una fuerza superior. En cierta manera, el orden existente en el cosmos, sostenido por el dios o los dioses, se reproduce a pequeña escala en este pequeño mundo humano donde un soberano representa al dios con algunas de sus atribuciones. A los demás no les toca más que obedecer.
En la escena que nos presenta Juan en el texto evangélico de esta fiesta de Jesucristo Rey del universo, se encuentran dos representantes reales: uno Pilatos, que se sabe delegado del emperador, y otro Jesús el Nazareno, que entiende que es Hijo del Rey supremo, Dios. De fondo actúa un tercer actor, aunque no aparece en escena: el pueblo judío, que, en es el que da legitimidad a los reyes obedeciendo o se la quita desobedeciendo. Son los que entregan a Jesús a Pilato, reconociendo que este tiene poder; pero no así el Nazareno, al que quieren deslegitimar acabando con su vida. Preferían el orden imperial, al orden traído por Jesús y, paradójicamente, detestaban que les gobernase un pueblo extranjero y pagano, mientras esperaban que Dios les enviase a un verdadero rey.
La realeza de Cristo, es decir, su servicio hacia los hombres no descansa ni en el reconocimiento de las autoridades, ni en el del pueblo. Es Rey, independientemente de que acepte su soberanía. Por eso su Reino no es de este mundo, aunque es para este mundo. En el careo con Pilatos vincula su reinado con la verdad. La verdad puede entenderse como el reconocimiento del amor misericordioso de Dios Padre y la necesaria fraternidad humana, pero, ante todo, es la persona de Jesucristo, Hijo de Dios e Hijo del hombre. El orden ofrecido por este Rey se halla en un encuentro personal con Él, dejándole ser gobernante en la propia vida, para cogobernar con Él. Pero es también un reconocimiento comunitario, como Iglesia, donde se hace presente ese Reino y, al modo de la levadura, va transformando el mundo para facilitarle el acceso a la Verdad.