Mc 4,26-34: El Reino de los cielos se parece a un grano de mostaza.
Una misma semilla despierta intereses dispares en los distintos ojos que se acercan a observarla. El corazón mueve la mirada y qué diferente la del terrateniente, la del especulador bursátil o la del agricultor modesto. De querer incrementar el patrimonio sin más y sin medir consecuencias hasta querer sencillamente ganarse el pan honradamente, hay un gran trecho, pero todo él trecho de semilla, esperanzas suscitadas al albur de un grano de tamaño escaso.
También el Maestro de Nazaret miraba la semilla con ojos interesados. Como en su interior le bullía el amor misericordioso del Padre, la veía con color de Reino de los cielos. Sus oyentes, rurales, estaban familiarizados con las imágenes del campo. Jesús les abría perspectivas acomodándose a su entender y todos entendían la dinámica del grano que, tras un proceso necesario y sin atajos, culmina en una planta madura con fruto, es decir, con capacidad para nuevas semillas y para el alimento.
El Reino de los cielos es el destino preparado por Dios para los hombres, el culmen de su historia. Con impronta de semilla, Jesús acentúa el carácter misterioso y prodigioso de este Reino. El agricultor ha de trabajar para el éxito de la semilla, pero gran parte de lo que sucede escapa a sus capacidades; él debe hacer lo suyo y aguardar en esperanza y confianza. La actividad del trabajador es necesaria, aunque no suficiente. Otro subrayado sobre ese Reino semilla: parte de lo pequeño, de lo diminuto, incluso de lo ínfimo. Despreciar la semilla implica despreciar el árbol. La descripción hiperbólica de aquel arbusto de mostaza con capacidad para que aniden en él todas las aves remite comenzó por el pequeño grano del que partió todo.
La historia de la salvación está sembrada de episodios donde el pequeño, el que no contaba, el descartado es escogido por Dios para algo grande. Grande no solo para sí, sino también en su servicio al pueblo, a la sementera donde el Señor ha derramado tanto amor. Ezequiel nos ofrece una preciosa metáfora en aquella ramita tierna tomada de un gran cedro para convertirla en un gran árbol, admiración de todo el bosque. Lo que se inició en pequeñez despertará el asombro un día por su tamaño y sus posibilidades. Solo hace falta trabajo disciplinado, y confianza y esperanza en el quehacer del Señor que irá haciendo producir lo necesario a su tiempo.
Cuidado con descuidar las cosas pequeñas, porque es posible que desaprovechemos las oportunidades que nos concede el Señor para el crecimiento, para la maduración, para el avance del Reino. Cuidado con despreciar a los pequeños, porque es seguro que estaremos despreciando al mismo Jesucristo, que se hizo pequeño entre los pequeños para agrandarnos, poquito a poco, al modo de la semilla, hasta las dimensiones divinas. Si el amor de Dios bulle en nuestro interior como un tesoro apreciado, nuestros ojos se asomarán a la realidad con perspectiva de Reino de los Cielos.