Mc 14,12-16.22-26: “Tomad y comed todos de él”.
El primer intento del niño para balbucear sus conatos de palabras no viene improvisado. Durante mucho tiempo tuvo que escuchar e intentará repetir lo que otros le dijeron. El niño se prepara para la comunicación, para una salida fuera de sí, abriéndose a un horizonte de capacidades y posibilidades. De innovar por su cuenta inventándose sus propias palabras, renunciaría a todo puente para llegar a los demás.
Moisés transmitió las palabras del Señor y el pueblo entendió. El mensaje tenía forma de mandato, por lo que Israel asintió con su obediencia. Alguien de fuera le invitaba a superar la tribu para la apertura a una realidad superior que les llevaba más allá de una vida de supervivencia. Su respuesta se forjó en la alabanza, la acción de gracias, la petición de perdón… tomando como mediación su sustento de vida. El animal ya no era solo un alimento; antes de nada, era regalo y, por ello, ofrenda, ofrecimiento. La sangre, fuente de vida, era tomada de los animales para derramarla y agradecer la vida a Dios.
Aquello que se realizaba en el culto era cuidadosamente preparado. Lo primero en disponer el oído para escuchar la voluntad de Dios en su Palabra y obedecer en obras de justicia. Si en algún momento dejaron de preparar, dejaron también de ofrecer de corazón sus ofrendas y el puente de mediación con Dios se convirtió en una seca carcasa hueca e ineficaz. Los profetas alentaban a estar atentos a la Palabra y celebrar el verdadero culto. Buscaban preparar al pueblo a una relación con Dios de corazón, a renovar la alianza para dar frutos de justicia y de paz.
Todo este camino fue preparatorio para recibir a la Palabra que se hizo carne. Desde el principio de la Creación, cuando la Palabra fue pronunciada para que existiesen las criaturas, ya se estaba preparando la carne de esta Palabra divina. La que creaba podría asumir como propia la criatura para tomar cuerpo humano y revelar un nuevo culto, donde la sangre que se invierte es la propia en una entrega de obediencia al Padre y una entrega de Cruz y un triunfo de Resurrección. La historia de la salvación preparaba la encarnación del Hijo de Dios; la historia del Hijo de Dios preparaba su ofrenda en el Calvario y su presencia entre nosotros como Palabra y como Pan, para escuchar y obedecer, para contemplar y obedecer. El relato de la Cena de despedida según san Marcos que nos ofrece la liturgia de este domingo ocupa más palabras en los preparativos que en el propio banquete. La celebración, de tanta transcendencia, requería preparación: la de los discípulos que dispusieron la sala, la del Maestro que había ido preparando aquel momento y abría una nueva dimensión para los siguientes con una invitación a escuchar y a contemplar.
Esta escucha, esta visión nos prepara para mantenernos erguidos. No es casual que las pantallas nos curven. No nos dan acceso al mundo, sino a nuestros propios intereses no muy distantes del narcisismo, nos someten a nuestros estrechos límites donde la inmediatez, la urgencia, la satisfacción instantánea, la novedad ultimísima o la profecía logarítmica, todos espacios del individuo solitario, parecen alimentarnos de algo sabroso. Pero, ¿de qué? Nos sabremos más nutridos de algo que, en la mayoría de los casos, poco nos hará crecer, aún peor, nos engañará creyéndonos más peritos, más sabios, más actualizados, pero en realidad más bloqueados en nuestra trinchera raquítica. Es un banquete de nuestro propio yo. Una mirada digital ¿nos lleva hacia la prosperidad humana o, tal vez, nos aleja de un verdadero progreso?
El pan que sostiene la custodia no advierte de la falacia. Es provocador. Sosteniendo un rato la mirada sobre él nos apetecerá pronto cambiar de canal… y no podremos. Ahí seguirá, imperturbable, un pan aburrido y tedioso incapaz de divertirnos ni de aportarnos ninguna novedad ni de entretenernos un poco. El tiempo seguirá pasando y nuestro cansancio o nuestra irritación aumentará anhelando nuestras pantallas (como los israelitas añoraban las cebollas de Egipto). Y, sin embargo, el Pan con sustancia de Dios provoca la fe en la Palabra de vida. La fe es la confianza al testimonio de alguien que dice algo que no es nuestro, sino suyo y nos ofrece a salir para buscarlo, para decir “creo, aunque no te veo”, que nos despega de la adhesión a un yo infructuoso y ávido de saciarse de sí mismo, para tener hambre de Dios e intentar alcanzarlo algo de Él en el Pan. De rodillas ante Él, estamos más erguidos que nunca, más atentos ante la vida, más expectantes al sentido de lo que somos.
Este Pan de Vida nos prepara para ser más humanos cuanto más escuchamos y contemplamos lo divino velado tras una materia donde lo de Dios, el don del trigo, fue trabajado por el hombre para producir esta obra de colaboración entre lo divino y humano. Juntos preparamos el Reino de los cielos, el Reino con sabor a Pan, sin dejar de balbucear en obediencia la Palabra del Verbo hecha carne.