Jn 20,19-23: “¡Recibid el Espíritu Santo!”.
¡Qué vacía se queda la casa cuando falta alguno de sus miembros! El Maestro hizo hogar con los que eligió y los que fueron elegidos para hacer comunidad con Él. Comenzaron siendo pocos, luego multitudes cuando se supo que el Galileo podía ofrecer pan gratis y curaciones prodigiosas, pero volvieron a ser pocos cuando habló de sí como Pan vivo bajado de cielo que se da para comer su carne y tener vida. En la pasión y la cruz ni siquiera los incondicionales. La casa se vació de Maestro cuando lo enterraron y de ella se ausentó la esperanza, la fe, la alegría… Donde hacía poco Él había convocado a un banquete dispuesto a atravesar la historia y anticipar la comida de todos los pueblos con el Señor, ahora servía de poco más de refugio de lágrimas y resistencia ante el miedo. Sin Jesús, el hogar por él creado se había llenado de muerte y lo que la muerte traslada consigo: desolación, división, violencia, rechazo hacia el otro e indiferencia ante su sufrimiento.
Solo un Cristo vivo y más que vivo, vencedor de los límites humanos, superador de las derrotas superlativas pudo volver a llenar la casa. El Resucitado no solo hace presencia entre los suyos para devolver la esperanza, sino que convierte a cada uno de aquellos que lo han conocido en casa de Dios y casa de la comunidad de hermanos, los convierte en fraternidad, en comunión. Ensancha prodigiosamente las fronteras del antiguo hogar gracias al nuevo morador al que abre Él la puerta, el Espíritu Santo.
Jesucristo prometió con insistencia el envío del Espíritu. Las Escrituras ofrecen dos tradiciones sobre el momento en que la promesa se cumplió: la de Lucas, el día de Pentecostés; la de Juan el mismo día de la Resurrección. En ambos casos hay casa y comunidad.
En Lucas el Espíritu zarandea primero la casa, al modo del viento, como despabilando a sus habitantes, y luego inflama a sus habitantes de un fuego, de una pasión prendida de vitalidad nueva y renovador que lleva a predicar que el Maestro está vivo. En Juan Jesús resucitado comparte con los de la casa a Aquel que le ha devuelto la vida para que ellos mismos tengan vida. La casa, la Iglesia, se convierte en lugar de comunión para superar las divisiones y bloqueos que impiden llegar al otro, considerarlo hermano. El don de lenguas y el perdón, regalos del Espíritu, crean comunidad, generan fraternidad: todos pueden entenderse, ni siquiera el pecado deja a nadie en un absoluto desamparo.
Allá fueron aquellos amigos del Maestro, los primeros habitantes de su casa y los primero a los que su Espíritu hizo casa de Dios y de la humanidad, proclamando las grandezas de Señor, enseñando a llamar a Dios “Padre”, Abba, y a Jesús, Cristo y Señor, al Espíritu vivificador y a todo hombre hermano.