Hch 1,1-11: "Aguardad que se cumpla la promesa del Padre".
Sal 46: Dios asciende entre aclamaciones, el Señor al son de trompetas.
Ef 4, 1-13: Que andéis como pide la vocación a la que habéis sido llamados.
Mc 16,15-10: "Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación".
El olor a tierra nos delata; no podemos despegarnos de ella. Cierto día inmemorial alguien en solitario o en comunidad, observó que lo que producía la tierra y les servía de alimento no emergía al azar o de forma mágica, sino a consecuencia del grano que había sido depositado previamente en ella. Descubrieron el secreto de la tierra y se aferraron a él. Les permitía domesticarla para el control del alimento; una tierra concreta se convirtió en su espacio vital para nacer, trabajar y morir, sepultados en el mismo terreno donde habían desarrollado su historia. Así, más o menos, podría decirse que comenzó nuestra civilización y así hasta nuestros días.
Un paradigma histórico fortalece este cimiento tan pegado a la tierra del que somos tan partícipes hoy día: el Imperio romano. Ellos nada innovaron en su protección de la tierra y la ampliación de su territorio con la conquista de nuevas parcelas. Ya lo habían hecho otros antes. Pero asociaron su supervivencia a la preservación de la tierra de un modo más recio que los otros pueblos: mediante las armas, con un ejército de propietarios que defenderían el interés común porque estaban defendiendo el suyo particular, y el derecho, que podríamos decir que comienza con una ley extremadamente severa para proteger la propiedad privada, el surco (para otros el cerco) hecho sobre la tierra para delimitar lo propio y castigar con la muerte a quien no lo respete. La prosperidad de este pueblo centenario se ató así a la tierra y nos lo dejó como legado en su derecho. Parece que nos va la vida en la defensa de nuestro territorio, nuestra propiedad, como nuestra posibilidad de supervivencia y desarrollo.
Otra alma perspicaz, el Maestro de Galilea, encontró poderosas analogías entre la tierra de labor y la condición humana. El hombre es como un campo donde se siembra y la semilla dará más o menos fruto o ninguno dependiendo de la calidad de la tierra. Abría una nueva perspectiva en el modo de acercarnos a lo nuestro, no tanto preocupado en el qué, la tierra, cuanto en el para qué. Invitaba a una vida sobria, no apegada a lo que se puede acumular en la tierra, sino abierta y confiada al agua del Espíritu Santo que fecunda el campo y, con trabajo esmerado, producirá fruto abundante. Es el modo que tiene la tierra de alcanzar altura, recibir con alegría y provecho todo lo que viene del cielo: agua, sol y viento.
El mandato de ir al mundo entero y proclamar el Evangelio a toda la creación parte del que quiso oler también a tierra, a la nuestra y enseña su capacidad para dar frutos de justicia, de paz, de esperanza, de fe y fraternidad. Propone un modo de vida peregrino, despegado de lo que pueda someter la tierra a ser solo tierra y no lecho para las cosas celestes, regazo para recibir lo que Dios quiera derramar y compartir. Cristo, el hecho tierra para la salvación humana, asciende a los cielos; sin descuidar su condición terrestre, todo ha sido entregado a Dios y todo ha sido recibido por Dios, convirtiendo su tierra en divina, en gloriosa, en fecunda sin límites. Así nos espera, mientras nos instruye para proclamar la belleza y la fuerza de esta condición humana tan amada por Dios y tan necesitada de mucho más que tierra y propiedad, del Espíritu de Dios que produce los mejores frutos y que no podemos producir por nosotros mismos. Sin dejar de oler a tierra, tenemos que destilar aroma a cielo.