Hch 3,13-15.17-19: Dios cumplió de esta manera lo que había predicho por los profetas.
Sal 4: Haz brillar sobre nosotros, Señor, la luz de tu rostro.
1Jn 2,1-5: Quien guarda su palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud.
Lc 24,35-48: En su nombre se predicará la conversión para el perdón de los pecados.
Cierto día nos topamos una experiencia inquietante que debió causar algún tipo de zozobra en nuestra interpretación armoniosa de la vida: hay personas malas. Bastante pronto aprendimos y asimilamos que existen cosas llamadas “malas” que son dañinas y es necesario evitar, pero lo integramos de un modo más o menos natural. Pero que hubiera alguien que libremente eligiese lo malo, que hiciera daño a conciencia, seguramente causó una inmensa sorpresa. Lo peor llegaría cuando, con no poca decepción, descubrimos que nosotros mismos somos generadores de maldad. Esta es la conciencia de pecado, una de las sorpresas más frustrantes que tenemos que afrontar.
En todas las lecturas de este domingo existe una referencia al pecado, incluso en el salmo, donde se recoge implícitamente en su contexto (pues sí está incluido en el salmo completo). Con la celebración de la Pascua tan presente durante el tiempo pascual, no parece encajar excesivamente este hecho, más acorde con la preparación de la Cuaresma, ya pasada. Pero la liturgia insiste en no hacernos olvidar esta condición tan desesperanzadora: hacemos aportaciones a la maldad del mundo, provocamos daños, somos pecadores. La sorpresa de este acontecimiento tan compartido, tan inexorable, y que a una conciencia medianamente sensible le puede causar tanto trastorno cuando lo reconoce, es capaz de acaparar el corazón y paralizarlo.
Unas veces lo anestesia, otras lo arruga y reduce, otras lo endurece. El pecado lleva en sí un veneno que empuja a hacerse cómplices con él para callarlo, negarlo o reproducirlo.
Las consecuencias del pecado entumecen y apagan. Los discípulos de Jesús no daban crédito a las mujeres que les insistían en que habían descubierto el sepulcro vacío y unos hombres les habían anunciado que había resucitado.
Ante la frustrante experiencia del pecado humano se sobrepone el acontecimiento de la resurrección de Señor con un poder incuestionable sobre la maldad y el pecado.
El capítulo 24 de Lucas se abre con la visita de las mujeres al sepulcro y la sorpresa de la tumba vacía. La sorpresa aumentó cuando dos hombres vestidos de blanco les anunciaron que Jesús había resucitado. Aunque se lo contaron a los apóstoles, estos no se sorprendieron, porque no las creyeron. No obstante Pedro fue al sepulcro y se sorprendió de que todo estuviera como habían dicho las mujeres. Luego Jesús hará camino hacia Emaús con dos discípulos que lo reconocerán al partir el pan y volverán a Jerusalén para contarles a todos su encuentro. Así la resurrección provoca la sorpresa de unos y la incredulidad de otros.
El evangelio de este domingo continúa con el relato, cuando Jesús, poco después de compartir los de Emaús lo sucedido con los discípulos reunidos en Jerusalén, el Resucitado se aparece a todos. Esta aparición les va a causar miedo, confundiéndolo con un fantasma, y luego sorpresa. Finalmente lo reconocerán realmente en las huellas de su pasión.
Para reivindicar la realidad de resurrección, Jesús les va a pedir algo de comer y les va a remitir a las Escrituras para que las entiendan desde lo que ha sucedido, para que cobre su sentido la historia del Pueblo de Israel en ese hecho tan extraordinario de su Resurrección.
Por lo tanto, la resurrección es un acontecimiento histórico que abraza y lleva a plenitud la historia, por estos tres elementos: Primero, culmina la Promesa de Dios a su Pueblo, tal como habían preparado y anunciado las Sagradas Escrituras. Dios ha cumplido su Alianza. Segundo, al enseñar las llagas de la pasión, muestra la visibilidad del amor más generoso con la entrega en la cruz y la misericordia de Dios que perdona los pecados del mundo; también como el premio de Dios Padre al servicio de amor del que ha dado su vida por todos. Tercero, Jesús pide de comer para confirmar que está vivo. Las comidas tuvieron mucha importancia en su ministerio público, porque en ellas enseñaba la misericordia del Padre y anticipaba la fraternidad del Reino de los cielos. Con esta conciencia, los discípulos de Jesús celebrarían una comida, la Eucaristía, en memoria del Maestro con conciencia de que Él vivía en medio de ellos.
La capacidad para sorprenderse es una apertura a la novedad de algo inesperado. Los discípulos de Jesús estaban cerrados a ella por la tristeza, el miedo y su falta de entendimiento de las Escrituras. La presencia del Resucitado rompe su trinchera para que entiendan todo lo que ha sucedido en su conjunto y desde la misericordia de Dios. La incredulidad se convierte en sorpresa, la sorpresa en alegría y la alegría en testimonio de que Él vive y da vida. La celebración de la Eucaristía tuvo aquí su comienzo con la certeza de participar de la misma vida del Señor resucitado con la Palabra y la comida, pan y vino, como les dejó indicado en la Cena de Despedida antes de su pasión y que cobraba ahora todo su sentido. Celebrar el banquete de la Eucaristía con esta conciencia y disposición nos hace testigos creíbles de la resurrección del Señor, capaces de suscitar sorpresa en los demás por el testimonio de una vida renovada, íntegra y fraterna.