Hch 4,32-35: En el grupo de los creyentes todos pensaba y sentían lo mismo.
Sal 117: Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.
1Jn 5, 1-6: Todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo.
Jn 20,19-31: “Dichosos los que crean sin haber visto”.
El grupo de discípulos de Jesús, desperdigados con su pasión y su muerte, volvieron a reunirse constreñidos por el miedo. Lo que habían compartido con el Maestro era suficiente para mantener los vínculos de grupo, pero un conjunto silenciado y estéril. El encuentro del Señor resucitado con ellos y el envío del Espíritu Santo va a generar unas relaciones que sobrepasan los límites del grupo para convertirlos en una unidad de comunión. Nace la Iglesia recibiendo un poder para “perdonar y retener los pecados”. La expresión es chocante, pero remite a un modo habitual en arameo, el idioma de Jesús y sus apóstoles, donde las binas de contrarios (dar y recibir, llevar y dejar, esparcir y recoger...) son habituales para significar totalidad. De ser una corporación derrotada y sin perspectivas, la comunidad de discípulos pasa a tener aquella magnífica prerrogativa capaz de generar una auténtica revolución histórica. La causa de la destrucción humana, de sus males y frustraciones: el pecado, tiene un antídoto que emerge de la misericordia del Padre en Jesucristo y que entrega a su Iglesia gracias al Espíritu Santo. La Iglesia puede perdonar y borrar así el pecado de cada hombre que se acerque a la misericordia divina. Por lo tanto, la Iglesia se convierte en la puerta para la renovación humana, para la salvación.
Esto se produce en día de la Resurrección de Cristo, el primer día de la semana, cuando la familia cristiana se congrega para celebrar en la Eucaristía la comunión con Dios y entre los hermanos. Con la memoria de Jesucristo resucitado y de su obra salvadora, se hace actual su presencia aquí y ahora renovando todo por el Espíritu.
Tomás se encontraba fuera cuando el Resucitado se les apareció a los otros discípulos. El testimonio de sus hermanos le resultó insuficiente para convencerlo. Es posible que la tristeza le influyera poderosamente, pero, ante todo, llama la atención que desestimara la expresión unánime de todos y no estuviese dispuesto a creer si no veía. Las razones de Tomás, de lógica aplastante, no alcanzaban a la realidad provocada por la Resurrección de Cristo, cuya verdad residía en la Iglesia en comunión. No es infrecuente que nuestras razones se enfrenten con firmeza a la tradición de la Iglesia y pongan en duda, por tanto, la credibilidad de la presencia del Señor en ella. La descripción de las primeras comunidades cristianas que ofrece el libro de los Hechos hace creíble una continuidad del Evangelio de Jesús más allá de su muerte, porque vivían en comunión. Tenían un mismo corazón y una misma alma, se cuidaban unos a otros y no dejaban que nadie pasase necesidad. De esta manera acreditaban que el Señor había resucitado realmente, porque ellos querían vivir en trance de Resurrección, que solo es posible desde la comunión con Dios y con aquellos a quienes, en esta dinámica, han de ser llamados y tratados como hermanos. Siendo la resurrección manifestación de la misericordia de Dios, los misericordiosos ofrecen la predicación más convincente de que el Resucitado vive y da vida. La desconfianza en la Resurrección genera distancia en la comunión con Dios y con la familia de los hermanos en Cristo.
Es probable que, al escribir el evangelista este episodio en el que Tomás niega la resurrección del Señor tras el testimonio de sus hermanos, tuviese en mente a los cristianos de generaciones que no habían conocido directamente a Jesús o a sus apóstoles y tuviesen sospechas, como sucede hoy, no de que haya hecho tales milagros o predicados aquellas parábolas, sino de que haya resucitado. Lo primero que se amenaza el separarse de la comunión de la Iglesia o de ponerla en duda es la resurrección, precisamente su divinidad y su victoria sobre el mal y el pecado.