Mc 11,1-10: Bendito el reino que viene, de nuestro padre David.
Is 50,4-7: Sabía que no quedaría defraudado.
Sal 21: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Fp 2,6-11: No hizo alarde de su categoría de Dios.
Mc 14,1-15,47: “Tomad todos, esto es mi cuerpo”.
Todo lo que vamos a celebrar en estos días de Semana Santa queda anticipado en la liturgia de este domingo. No toda alabanza puede identificarse con el triunfo, ni el desprecio y el maltrato con la derrota. Cantaron los peregrinos que subían a Jerusalén acompañando al Señor proclamando con hosannas y bendiciones al Maestro montado en un borriquillo. Cantó también siglos antes Isaías un siervo de Dios sufridor de desprecios y ultrajes, pero con una misión de ánimo para con los abatidos, los necesitados de esperanza. Él mismo tendrá puestas su esperanza en el Dios que no lo priva de las burlas y golpes, pero sabiendo que no lo defraudará. Las otras lecturas apoyan esta experiencia del “Siervo de Yahvé”: el salmo acentuando la experiencia dramática de soledad y desprotección hasta clamar a Dios por verse como desamparado de Él y en la Carta a los Filipenses, indicando el itinerario del Hijo divino que asume lo humano haciéndose hombre, para por su obediencia, pasar por la humillación y la muerte, hasta su exaltación sobre todo y todos.
Lo que cantó Isaías sobre aquel misterioso personaje tan cercano a Dios y tan atacado por los hombres, ha de completarse con lo que cantó el salmista y el mismo Pablo, pero no lo veremos hecho carne de historia sino en los relatos de la pasión que recogen los cuatro evangelistas. Este Domingo escuchamos el de Marcos, que ocupa una quinta parte de su Evangelio. Su narración se abre con la clara manifestación de la intención de acabar con Jesús, seguido de un extraño pasaje donde es perfumado con un caro ungüento por una mujer de la que no se dice el nombre. Ese episodio se conoce con el nombre de “unción en Betania”, que el mismo Jesús interpreta como un anuncio de su sepultura, cuando, según la costumbre judía, su cuerpo recibiría varios ungüentos aromáticos. El Maestro alaba el gesto de amor de la mujer y encontramos ahí una invitación a acercarnos al misterio de su pasión, muerte y resurrección con una actitud desprendida y generosa hacia Él, para que, más que comprender lo que conmemoramos sobre los últimos días del Señor, se trata fundamentalmente de amar y como cada uno puede y sabe. De este modo aquella mujer ejemplificaría al creyente que, amando, integra todo lo que padeció el Señor desde la mayor proximidad, asumiendo sus propios sentimientos, como señala san Pablo en el himno de Filipenses de la segunda lectura.
Tras esta unción premonitoria, insistirá Marcos en el complot contra Jesús y relatará a continuación la Cena de despedida, la oración en Getsemaní, los dos juicios: religioso y político, su condena, crucifixión, muerte y sepultura. Todo queda dicho sobre la obediencia del Hijo de Dios, sobre su entrega, sobre su amor por los hombres, pero también queda todo en suspense esperando la noticia que dé sentido a su asesinato. Así el relato de su pasión y muerte acentúa las expectativas del que confía en que Dios no puede defraudar ni dejar desamparado; acrecienta la espera en su resurrección, lo que dará sentido a todos los cantos, que cantaban al sufriente siervo y al aclamado en su subida a Jerusalén.