Mt 2,1-12: Hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo.
A los Magos de Oriente no se les engatusa de cualquier forma; quien quiera llamar su atención habrá de proporcionarles algo que realmente merezca su tiempo, su interés, su atención. Esta es una peculiaridad de los buscadores auténticos, que tienen observadas muchas luces y andados muchos caminos, que han escudriñado miles de astros y contemplado la historia en su sucesión de acontecimientos: ya no les cautiva lo que sea, han aprendido a renunciar a lo bueno para quedarse solo, solo, solo con lo mejor.
De las miríadas de estrellas del firmamento solo una despertó su admiración y solo en ella implicaron sus conocimientos para interpretar el significado de su luz. Renunciaron al estudio de los demás astros por dedicarse a este con todos sus recursos o bien si les prestaron atención a los otros fue para saber más de este lucero novedoso. También entendían que las estrellas singulares despiertan atenciones sobre acontecimientos importantes, por lo que no se detuvieron en el descubrimiento de su estrella como si fuera lo definitivo, sino que continuaron buscando y buscando a través del itinerario que la estrella les marcaba.
Se encontraron con otros para quienes también brillaba la estrella e incluso luces mayores. A Herodes y a sus sabios, sumos sacerdotes y escribas, les llegaba la claridad de las Escrituras, más luminosas que todos los astros del cielo juntos, y, sin embargo, no encontraron en ellas lo que se les ofrecía. También él, el rey Herodes, buscó en lo que tenía a su alcance, pero no con la apertura y sabiduría de los Magos; porque buscaba mal, egoístamente, rechazando lo que Dios le presentaba por no pensar más que en aquello a lo que los Magos, los buscadores sinceros de lo mejor, no le habrían concedido siquiera un instante de su atención: el poder, la riqueza, el prestigio. Y se quedó sin regalo.
Los que sí quedaron regalados fueron los Magos que finalmente encontraron al objeto de su búsqueda, al Hijo de Dios hecho carne, después de un largo, larguísimo recorrido que tal vez habría comenzado muchos años atrás cuando se iniciaron en el arte de la observación del cielo, en las investigaciones con resultados adversos, los caminos frustrados y los aciertos… aquello que les hizo sabios e interesados por las cosas mejores y capacitados para interpretar bien.
Pero, a fin de cuentas, no se encontraron más que con un niño y con sus padres. ¿Mereció la pena su búsqueda y su larga aventura? El relato de Mateo nos dice solo que, al verlo “cayeron de rodillas y lo adoraron”. Toda su sabiduría, todos sus años de ciencia, todos sus éxitos y todo lo que tenían (y es posible que fueran muy ricos), se quedó así, arrodillado ante el Niño Jesús. Cuanto ellos eran y tenían quedó concentrado en un momento y un gesto: abajarse como signo de alabanza ante un pequeño que ellos contemplaron como mucho mayor que ellos, por el que había merecido la pena todo lo que llevaban tras de sí. No nos cuenta el relato qué experimentaron en el encuentro, pero por el gesto podemos suponerlo, y porque, al contar el evangelista que, al volver a ver la estrella tras su estancia en el palacio de Herodes se llenaron de gran alegría, esta alegría sería mucho mayor al dar con Aquel hacia quien les había ido guiando la estrella.
¿Podrían retener entre los suyos, incluso entre los desconocidos, la alegría de haberse encontrado con el que habían estado buscando desde hacía tanto? Habían buscado lo mejor y se habían encontrado con alguien todavía Mejor. Sabiéndose regalados, no dejarían de regalar a cualquier que se encontrasen la alegría de Dios con nosotros y no por otra causa sino porque ellos mismos lo habían experimentado. Y tal vez habrían aprendido también a que, si Dios había brillado en la carne humana, en cada pensamiento, actividad, proyecto humano… en cada hombre, podría encontrarse más luminoso un astro que apunta hacia Dios como el regalador fiel y constante.