Si 2-6.12-14: Sé constante en honrar a tu padre, no lo abandones mientras vivas.
Sal 127: Dichosos los que temen al Señor y siguen sus caminos.
Col 3,12-21: Vestíos de la misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura, comprensión.
Lc 2,22-40: Los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor.
Llevaron a su hijo al templo de Jerusalén sin tener obligación de hacerlo, pero así solía hacerse entre los judíos piadosos cuando nacía el primogénito. La vida de los hijos es propiedad de Dios y un regalo entregado a los padres para su cuidado y crecimiento en fe y valores.
Los personajes de este relato de Lucas giran en torno al Niño. Dios Padre había convertido a María y a José en padres de Jesús. Ambos recibieron mensajes de lo Alto, María por medio de un ángel, José en sueños. Los dos con una exhortación a la confianza: “no temas”. Uno y otro escogieron la vida, la misión que Dios les ofrecía para acoger la vida. María primero, valiente y generosa, dispuesta a una maternidad inaudita, sin resistencias a la voluntad de Dios. Luego José, que, fiándose de Dios acepta una nueva paternidad, sin mengua ni disminución de nada de lo suyo: ni como varón, ni como creyente justo, ni como padre. Lucas lo llama “padre” de Jesús, porque fue mucho más que un padre de adopción.
El regalo de la vida les vino a los dos de un modo completamente gratuito e imprevisto y los dos abrazaron aquella vida del Hijo de Dios, necesarios ambos para recibirla y para que prosperase. Esto estaba preparado y anticipado por el amor mutuo en el vínculo de compromiso para el matrimonio. No solo se fiaban de Dios, sino también el uno del otro.
Simeón y Ana aparecen ensanchando la familia. Aunque no lo dice expresamente, parece que Simeón era anciano; Ana, sin duda. Dos abuelos sobrevenidos, entusiasmados con este Niño esperado. Simeón puede representar el enlace con la historia de Israel y las esperanzas en el Mesías. Posee la sabiduría de quien interpreta los acontecimientos a la luz de Dios y entiende la relevancia de aquel pequeño que sostiene en sus brazos. Anticipa proféticamente lo que será y no omite la contradicción que causará en el pueblo, hasta anunciar el sufrimiento de María. En Ana podemos encontrar la fidelidad, la perseverancia, la consagración completa a Dios que provoca el encuentro con Jesucristo.
Tres generaciones unidas en torno al Hijo de Dios hecho carne. El templo edificio, lugar del encuentro con Dios, queda relevado por esta preciosa comunidad de relaciones: de esposos, padres, abuelos e hijo. En ellos el lugar del encuentro con Dios en torno al milagro de la vida que cada uno valora y protege desde su experiencia, sus años, su capacidades y su confianza en Dios. Faltaría tal vez la relación fraterna; es la que tendríamos que poner y cultivar nosotros, los que contemplamos y hemos sido hechos hermanos del Hijo de Dios no solo por nuestro bautismo, sino porque, también atentos a la voluntad de Dios, queremos vivir conforme a lo que Él nos pide, en torno al milagro de la vida.
La escala de relaciones donde el padre tenía el primer puesto, luego la madre y finalmente el hijo, tal como se concebía en la antigüedad, queda interpretada de forma inversa, donde el lugar primero lo tiene el hijo. Su obediencia a los padres es el aprendizaje para ser hijo y la autoridad y ejemplaridad de los padres han de velar por favorecer lo mejor para el crecimiento del niño. Pero, en realidad, todos somos hijos. Solo hay un Padre y en su Hijo Jesús aprendemos la obediencia para ejercer lo que somos, con una misión para velar por la vida, que es regalo de Dios y ha de ser amada como Él la ama.