2Sam 7,1-5.8b-12.14ª.16: “¿Tu me vas a construir una casa para morada mía?”.
Sal 88: Cantaré eternamente tus misericordias, Señor.
Rm 16,25-27: A Dios, único Sabio, la gloria por los siglos de los siglos.
Lc 1,26-28: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”.
Entre las expectativas más compartidas a la hora de logros futuros suele pensarse en conseguir la “casa de mis sueños”. Básicamente se trata de un lugar acogedor, agradable, armonioso con los lugares, mobiliario e instrumentos necesarios para la vida doméstica y con una impronta personal.
Dios soñó casa para su pueblo para que tuvieran un lugar donde vivir en paz, alabando a su Señor y con un trato fraterno a nivel social. Le costó bastante a Israel establecerse en la casa prometida, por sus terquerías, y, una vez allí, desordenaban y afeaban el interior con frecuencia, especialmente al olvidar a Dios, el dueño de la casa, y con el desprecio hacia los más vulnerables. También tenía sus momentos de arrepentimiento y lucidez; cuando reconocía a su Dios. Por eso, también quisieron que Dios tuviera en su casa. ¿Cómo entendían la casa de los sueños de Dios? El pueblo peregrino, una casa itinerante: tienda de campaña. Una vez consolidado el reino, querían para Dios una casa al modo de un palacio, como los grandes templos de los pueblos vecinos.
Fue el propósito de David: un proyecto religioso, pero también político. El templo de un dios puede tomarse indicativo de la potencia económica, cultural, política de un determinado lugar. Dios rehuyó su ofrecimiento. Una justificación que no aparece en el texto escogido para la Liturgia de hoy del segundo libro de Samuel relaciona este rechazo a que David tenía las manos demasiado manchadas con sangre. De sangre humana: por sus batallas, también por su despotismo. Quien tiene las manos manchadas de sangre no es idóneo para construirle una casa a Dios. La edificó su hijo, Salomón. Pero lo que anuncia el profeta Natán a David no se refiere al majestuoso edificio del llamado Primer Templo, sino a lo que se relata al principio del evangelio de Juan.
La casa de los sueños de Dios estaba en Nazaret. La construcción era modesta y sencilla; no se trataba de un edificio, sino de una joven llamada María. Por María en Jesús, el Hijo de Dios hecho humano. El linaje de David estaba formado por una descendencia de constructores frustrados, hasta que llegó el Hijo de Dios para vivir en la casa de la humanidad, en la carne del hombre. Todo lo humano quedó habitado por lo divino, para que todo hombre se prepare para ser vivienda de Dios. Así es la casa de los sueños de Dios: la humanidad entera siendo su hogar, toda persona humana acogiéndolo, no ya como huésped, sino como el miembro más distinguido y respetado de la casa que, con su presencia, convierte en tierra sagrada. Y donde Dios habita produce frutos de justicia, paz y alegría, además de la preocupación por el vecindario, es decir, porque todo el mundo tenga una casa digna y acogedora para Dios, donde no exista la injusticia ni la maldad. Convertidos todos en la casa que Dios ha soñado, sería de desagradecidos no soñar junto con él para que este hogar que somos cada uno sea realmente hospitalario para Dios y para cualquier que él mande a nosotros.
Todo esto porque el hijo de Dios quiso habitar en nuestra condición humana y lo hizo por el sí de María.