Is 35,1-6a.10: Ellos verán la gloria del Señor, la belleza de nuestro Dios.
Sal 145,7-10: Ven, Señor, a salvarnos.
St 5,7-10: Manteneos firmes, porque la venida del Señor está cerca.
Mt 11,2-11: “Yo envío mi mensajero delante de ti, para que prepare el camino ante ti”.
El panorama no era muy halagüeño para el pueblo. Cualquier ojo coincidiría en las vistas de una tierra desolada. Tras una guerra con un enemigo poderoso ( a dos mil seiscientos años y unos cuatro mil quilómetros de nosotros) los campos habían quedado esquilmado, destrozados los edificios, muchas personas mutiladas, otros tantos muertos, buena parte de la población arrancada de sus hogares y deportada a un exilio lejano, con un mar de desierto de separación. La situación se agravaba si se intentaba explicar desde un: “Dios nos ha abandonado”. ¡Qué duro vivir entre ruinas! Si guardamos en la memoria algún acontecimiento personal con cierta similitud, quizás podamos acercarnos un poco a los motivos del que busca amparo en el alcohol, el narcótico, la indiferencia, la agresividad… son modos de huir, variaciones sobre la misma desesperanza que pone mentira ante los ojos para evitar la realidad, una situación durísima e implacable.
Un profeta tiene experiencia en el manejo de la palabra, por eso el profeta Isaías podía buscar el artificio literario para edulcorar y tergiversar la tragedia con adorno. ¿Qué hacen el ebrio, el toxicómano, el manipulador sino adornar la realidad que no les gusta? ¿Qué hacemos tantas veces nosotros sino buscar culpables de lo que nos sucede y no detenernos en una revisión serena y madura de lo que podríamos cambiar? El verdadero profeta no puede alía con la farsa; parte de la realidad existente por desoladora que sea sin ocultar nada de lo que hay. Pero, así como no vivimos de descripciones, sino que “interpretamos” lo que pasa, y dejamos que nos interpele para tomar una postura, del tipo que sea, el profeta sabe que es un protagonista del cambio, de la transformación más asombrosa, hasta milagrosa, porque cree en la intervención de Dios. Esto lo hace capaz de contemplar la realidad de otro modo, como en movimiento hacia adelante, hacia el Dios que hace florecer el desierto, que pone fuerza y vigor en lo débil y asustadizo, que provoca la curación de toda discapacidad y dolencia, que culmina el regreso de su pueblo a su hogar. La visión del futuro es acercada al presente para comenzar a trabajar ya con ello, con una doble mirada hacia lo que tenemos ahora en nuestras manos, sin mentiras, y el modelo paradisíaco que Dios conseguirá, pidiendo nuestra colaboración.
Las dudas de Juan el Bautista encarcelado sobre si Jesús era el que tenía que venir, se solventaba con el testimonio de quienes habían oído y visto a Jesucristo: el Maestro, con su palabra y su obra, estaba cambiando la realidad al modo como contemplaba en esperanza el profeta Isaías (los ciegos ven, los sordos oyen, los cojos andan…). Así, Juan el Bautista, el último de los profetas, el más grande nacido de mujer llegó a tocar la nueva era poco antes de que fuera asesinado. El mensaje del profeta está muy unido a un rechazo violento. Hay más agrado en las verdades a medias que en las enteras, porque la Verdad nos intranquiliza hasta hacernos buscar una respuesta real y madura a la realidad que vemos y que espera respuesta. Esta respuesta madura, profética, sólo puede estar en la esperanza, la esperanza de un mundo de Dios; de mi mundo, mi persona de Dios. ¿No podríamos enumerar en nuestra propia historia intervenciones admirables de Dios que nos hizo ver, oír, caminar, nos fortaleció, nos quitó temores, nos acompañó? Sin quitarle dureza a lo que vivimos en este presente: a lo mejor el panorama, como el de aquel pueblo de Israel de dos milenios y medio de distancia no es demasiado halagador, pero ¿no estaremos haciendo una interpretación desesperanzada de lo que me pasa y nos pasa? El Señor vendrá, pero ya está aquí, ¿no lo sentimos? Él es quien puede cambiarlo todo, porque puede cambiarme y hacerme profeta de su esperanza, intérprete valiente y verdadero de la realidad.