Ez 18,25-28: ¿No es vuestro proceder el que es injusto?
Sal 24: Recuerda, Señor, que tu ternura es eterna.
Fp 2,1-11: Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús.
Mt 21,28-32: “¿Quién de los dos hizo lo que quería el padre?”.
Un asunto de actualidad casi omnipresente en conferencias y debates que despierta entusiasmos, incertidumbres y miedos es la llamada “inteligencia artificial”. Ya está entre nosotros para cantidad de tareas; se estima que podrá suplantar trabajos humanos rutinarios y no excesivamente complejos de un modo más eficaz y rápido. Ya lo está haciendo parcialmente. El mundo laboral será alterado notablemente, pues muchos puestos serán asumidos por máquinas. Pero hay decisiones con un contenido moral implicado que no pueden asumir estos dispositivos. ¿Cómo actuaría un coche autónomo, donde una computadora ha sustituido al conductor humano, ante la alternativa irremediable de chocarse con un camión que viene de frente o atropellar a un grupo de jóvenes? En un instante, el conductor humano tendría que decidir qué hacer valorando el menor daño posible y teniendo que elegir entre unas vidas y otras. Esto no puede valorarlo un programa informático, aunque su procesamiento y elección sea rapidísimo.
Lo que la máquina es capaz de procesar en un instante, a nosotros nos implica una gran cantidad de tiempo. Somos lentos y, sin embargo, tenemos que resolver muchas cuestiones diarias con decisiones precipitadas, sin el tiempo suficiente para ponderar sus repercusiones. Estas decisiones estarán condicionadas por muchos elementos, por nuestra historia personal, las relaciones con las personas, el estado emocional en el que nos encontremos… El tiempo de recapacitación posterior nos permitirá valorar la decisión y también prepararnos para otros momentos que lleguen en los que tendremos que escoger. Este periodo es muy importante, porque nos deja margen para reflexionar sobre lo que realmente queremos para nosotros, hacia dónde queremos ir o qué tipo de persona buscamos ser.
Lo que nos aporta la fe en Jesucristo es un horizonte de sentido que ilumina el corazón y la mente para tomar decisiones conforme al mismo corazón del Señor, preparándonos para elegir lo mejor. El padre de la parábola del Evangelio de este domingo se encontró con dos respuestas por cada uno de dos sus hijos: la inmediata y la posterior que llevó a la acción. La primera parece más espontánea e irreflexiva, como fruto del deseo de ese momento (pereza, pasividad, enfado, dispersión o evitar la contrariedad, aparentar, miedo…). Cada uno de los dos hermanos tendría sus motivos en ese momento, aunque lo decisivo será cuando piensen en las consecuencias de su decisión y elijan de nuevo para ir y no ir a trabajar donde les ha indicado el padre. Esta elección es más importante, porque se resuelve con lo que realmente quiere cada uno de ellos y que, básicamente, podría sintetizarse en: obedezco a mi padre (lo beneficio) o me beneficio a mí. Obediencia y desobediencia presentan un mapa de valores y prioridades.
Sin capacidad para conocer lo que rodea a una persona en sus decisiones, tampoco estamos autorizados para el juicio. Sí, que podemos y, en muchos casos debemos, valorar las acciones, buscando lo más constructivo para la persona, pero en ningún caso considerarnos jueces de otros y ni siquiera de nosotros mismos. Esto solo le corresponde a Dios, cuya ternura y misericordia llena nuestros ojos para esmerarnos para ser obedientes (con nuestra oración, la lectura de la Palabra, la celebración de los sacramentos, la revisión de vida…), aunque, a veces, las prisas, la velocidad de la vida y nuestros propios condicionamientos nos muevan hacia decisiones equivocadas.
Los avances tecnológicos podrán hacernos más fáciles ciertos ámbitos, pero no tienen el potencial de la transformación del mundo en lo más decisivo, que es el corazón humano. En camino iremos aprendiendo a elegir lo mejor, desde el encuentro con Cristo que se hizo como uno de tantos para morir en una muerte de Cruz y ser levantado glorioso sobre todo hombre. Viéndolo a Él, encontramos la referencia para nuestro crecimiento personal y, por tanto, también moral, como mapa valiosísimo hacia la resurrección, la culminación de nuestra historia aquí (fraguada con decisiones) abrazada por la gracia del Espíritu para la eternidad.