Ecl 27,33-28,9: ¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir la salud al Señor?
Sal 102: El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia
Rm 14,7-9: En la vida y en la muerte somos del Señor.
Mt 18,21-35: El señor tuvo lástima de aquel empleado y lo dejó marchar, perdonándole la deuda.
A una realidad sembrada de innumerables oportunidades y actividades, se le asocia el llamado “hombre multitareas”, capaz de prestar atención de forma simultánea a asuntos diversos. La verdad del asunto es que ser humano solo puede realizar más que una sola labor que requiera atención suficiente y, cambiar con frecuencia de tareas, le hace tener que desconectar y conectar continuamente, lo que consume un volumen importante de energías y ninguno de los trabajos se hace bien. Trasladado al ámbito de las lecturas de este domingo, el perdón requiere atención completa e incompatible con el mirar hacia el daño causado y las heridas y lo barata que le ha salido al otro su maldad. Para un verdadero perdón solo se puede mirar hacia la misericordia divina.
¿Hasta dónde puede exigirse ofrecer el perdón a quien te ofende? Los judíos, como parece indicar Pedro, se sabían en la responsabilidad de perdonar, pues cualquiera había sido previamente perdonado por Dios.
La Palabra de Dios que nos ofrece la liturgia de este Domingo insiste en la obligación que tiene el creyente de perdonar, además como condición de posibilidad para que Dios Padre también perdone. El corazón se enternece cuando ejercita el perdón y entonces deja que Dios trabaje con su propia misericordia para darle lo que necesita. Sin perdón la dureza interior se cierra al trabajo del Espíritu. Dos tipos de deuda y dos clases de perdón: la deuda que se contrae con Dios y con los otros hombres; el perdón que conceden los hombres y el de Dios. Una diferencia cualitativa los distingue, pero sin el primero no se puede obtener el segundo.
En la parábola a través de la que Jesús quiere enseñar sobre el perdón hay dos protagonistas: el rey y el empleado endeudado. El señor debe de tener inmensos bienes para apenas reparar en la enorme deuda de uno de sus trabajadores hasta que le pasan cuenta de la economía. La reacción primera sería la que corresponde a cualquier rey justo: que el deudor pague y lo haga de la forma que sea. Justicia que atiende preferentemente a equilibrar el balance y recuperar lo prestado. La cantidad es muy abultada, por lo que el trabajador ha tenido que gestionar muy mal lo suyo o malgastar de forma desorbitada. ¿De dónde, si no, se explica la deuda? La intervención del deudor le conmueve hasta un punto insospechado: no le retrasa el pago de la deuda, ni le facilita el pago conforme pueda, sino que, directamente, se lo perdona. A pesar de la negligencia del empleado sostenida en el tiempo y de las dimensiones de su despilfarro, sencillamente el rey borra su deuda, que es gigantesca.
La alegría inicial se ve oscurecida por el siguiente episodio donde también es protagonista el empleado con la deuda recién condonada. En este caso va a exigir, con bastante peores modales que su rey, la devolución de una cantidad de dinero mínima en comparación con lo que el señor le había perdonado a él. No llega a conmoverse en absoluto ante la insistencia de aquel que le pide que le conceda un margen para pagar, sino que lo envía a la cárcel. El desenlace de la trama termina con la intervención del rey enviando a la cárcel a aquel empleado egoísta hasta que pagara que era de justicia.
La puerta para aceptar el perdón de Dios es el ejercicio propio del perdón hacia los demás, como oramos en el Padrenuestro. El daño recibido y el resentimiento hacia la persona agresora tira de nuestra atención para dejar de mirar a Dios Padre y ser conscientes de lo mucho que le debemos a Él, para considerar que no se trata de una cuestión de justicia humana (para lo cual podría estar legitimado el rencor), sino de bondad divina (que quiere el bien de todos sus hijos y, por tanto, que ninguno odie a quien ama Él tanto).
Las setenta veces del perdón de la pregunta de Pedro queda corto en comparación con lo que le debemos a Dios y se convierte en setenta veces siete para quien realmente es consciente de lo que el Señor ha hecho por él y quiere ser fiel a la alianza con el Altísimo, fundada en su misericordia. Solo desde esta dinámica de amor divino encontramos sentido a las injusticias y apertura de esperanza para quienes sufren lo más gravoso del mal, hasta, en Cristo, constituirse en instrumento para la redención de los que los ofendieron.