Ex 34,4-9: Moisés, al momento, se inclinó y se echó por tierra.
Dn 3,52-56: A ti gloria y alabanza por los siglos.
2Co 13,11-13: La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con todos vosotros.
Jn 3,16-18: Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
Lo que bien empieza más probabilidades tiene de que termine bien que lo que se inicia torcido.
En nuestros comienzos de aprendizaje religioso el primer signo que aprendimos como distintivo de identidad de vinculación con Dios e inicio de nuestra oración fue la señal de la cruz. Sencillo: marcamos sobre nuestra frente o el cuerpo el trazo vertical y el horizontal y queda hecha. La primera noticia que tenemos de su uso entre los cristianos es de finales del s.II y principios del III. Una larga historia de cristianos persignándose.
La acompañamos, además, con las palabras: En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Lleva la impronta de la Trinidad. Un signo de identidad y también un compromiso con la muerte y resurrección de nuestro Señor; compromiso para conocer nuestra fe y crecer en ella.
Ese deseo que conocer más a Dios nos lleva a leer las Escrituras y dejar que la Palabra de Dios nos diga personal y comunitariamente. En la Palabra de Dios de la liturgia de hoy nos encontramos insistentemente con la proclamación de la misericordia divina. Primero en la lectura del libro del Éxodo donde, a pesar de la decepción y fracaso de la respuesta del pueblo, que acaba de hacer un ídolo de fundición para representar a Dios, prevalece la fidelidad del Señor, que vuelve a pedir a Moisés que labre unas tablas para sellar la alianza con la Ley. Este amigo de Dios, Moisés, reconoce su compasión y misericordia y se postra ante Él. En el salmo repetíamos la alabanza y bendición divinas, uniéndonos a la experiencia de Moisés. El amor que Dios nos tiene y su fidelidad para con nosotros se hace aún más patente en la entrega de su Hijo para que tengamos vida. Nos pide, por ello, que tengamos fe, que creamos en ese amor manifestado en Cristo Jesús y que lo reconozcamos como nuestro salvador. Por último, en la despedida de la segunda lectura, san Pablo deja tarea a los Corintios pidiéndoles que estén alegres, se corrijan cuando haya mala conducta, se animen y cuiden la comunión. Y en las palabras finales les deja el sello trinitario mirando hacia los bienes que cada persona divina les aporta: la gracia del Señor Jesucristo, los regalos que ha traído con su salvación para que participemos de ella; el amor de Dios Padre; y la comunión del Espíritu Santo: vínculo con Dios y con las otras personas. Con esta expresión parece como si trazara sobre ellos la señal de la cruz bendiciéndoles y urgiéndoles a vivir el amor de Dios en sus vidas.
El signo de la cruz sobre nuestra frente o en nuestro cuerpo nos ha de llevar a hacer memoria de la vida trinitaria de la que nos ha hecho partícipes; nos ha introducido en su dinámica de amor y ya no encontremos otro oficio mejor que amar al modo de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo; como se aman ellos y como nos aman a nosotros. Así comenzamos nuestra oración, las celebraciones, y así concluye, cumpliendo lo que trazamos y pronunciamos, nuestro ser cristiano.
Contamos, también con ayuda; con hermanos y maestros. Los consagrados contemplativos son bendición para nosotros y en ellos vemos reflejado vivo y fresco ese signo de la cruz y trinitario. Pedimos por ellos y agradecemos a Dios su presencia en nuestra Iglesia y para nuestro mundo.