Dt 8,2-3.14b-16: Él te afligió haciéndote pasar hambre y después te alimentó con el maná.
Salmo 147: Glorifica al Señor, Jerusalén.
1Co 10,16-17: Aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos un mismo pan.
Jn 6,51-58: El que come este pan vivirá para siempre.
Una buena parte de nuestros hogares se emplea para cosas que tienen que ver con la comida, hasta el punto de que es la realidad para el que más espacio se invierte: al menos despensa, cocina y comedor. Esta última sala suele ser la más concurrida y lugar de encuentro entre los miembros de la casa. Mirando hacia las actividades humanas, también hay mucho implicado en tareas relacionadas con alimentos: cultivo, recolección, almacenaje, procesado, transporte, envasado, distribución, retirada de desperdicios… Tanta inversión en tiempo y recursos para comer apuntan hacia una de las actividades más importantes para nuestra supervivencia.
En el desierto no hay despensas ni cultivos y, si alguien quiere preparar allí la mesa para la comida, tendrá que llevar consigo lo que vaya a preparar, servir e ingerir. Pero si es lugar de tránsito, como lo fue para el Pueblo de Israel, peregrino en el desierto, tampoco habrá oportunidad para llevar consigo víveres que puedan preservarse, y menos aún para tantos. Parece que desierto y comida están de algún modo reñidos. Y aun así, quiso Dios conducir a su Pueblo por esta tierra esteparia y árida, donde el hambre estaba garantizada. El libro del Deuteronomio dice que esto lo hizo el Señor para enseñar a su pueblo a conocer su voluntad, a mostrarle que no solo de pan vive el hombre, sino que la Palabra de Dios es alimento también imprescindible. La comida, que satisface una necesidad, es motivo de memoria de la misericordia y providencia divina. Se abrieron las puertas de las despensas del cielo, siempre colmadas, y el pueblo pudo comer en un lugar imposible. El Señor dispuso el pan y a los suyos les correspondía que el alimento sirviese para la alabanza divina, el reconocimiento de su bondad y santidad, y llevarlos a ejercer entre ellos aquello que reconocían en Dios, el misericordioso. Dios aparece como autor de escasez y de abundancia; como el artífice de que, pasando la precariedad, se considere que el pan es necesario para algo, mucho más que saciar el hambre, y tiene que ver con la misericordia divina y su deseo de que tengamos vida plena.
Mientras ingerimos la parte comestible de lo que nos rodea, seguimos formando parte de esa realidad. Al asunto es misterioso y terrible: nuestra vida depende de que otros seres vivos mueran o sufran una merma considerable. A cada comida le antecede algún sacrificio. Esta dinámica es inalterable y no parece tener otro artífice que el mismo Dios, lo que suscita interrogantes de repuesta no sencilla o, quizás, inalcanzable para nosotros. Para mayor sorpresa, Dios ha querido quedarse como alimento nuestro asumiendo esta estructura: morir para dar vida, y su sacrificio en la Cruz es una entrega generosa donde se engendra nuestra vida en Dios, a partir de su resurrección. Toda la realidad creada por la voluntad divina está sellada con su amor y la rúbrica de este en el Calvario y el sepulcro abierto y vacío. Si tras cada alimento podemos contemplar la providencia de un Dios Padre que nos ama y quiere que vivamos, tras el alimento de la Eucaristía, manjar de Palabra y de pan y vino, participamos de la misma entrega del Hijo, de su obediencia al padre para amar y del amor fraterno. Y, para hacer memoria de ese amor en alabanza y acción de gracias, no solo lo comemos, sino que también lo podemos contemplar. Lo mejor de lo cristiano gira en torno a este banquete de Palabra y manjar, donde Dios recibe la colaboración humana para prepara la Palabra, en palabras de hombres, y el Pan, en el trabajo que del campo llegó a la mesa eucarística.
Dos son los atentados mayúsculos del hombre contra el hombre en torno a la comida. El primero: interrumpir el regalo de la providencia de Dios como comida para que llegue a todos. El segundo: despreciar el pan eucarístico y obstaculizar el acceso a este para otros por nuestra mala conducta. En ambos casos se hiere la fraternidad, se renuncia a la mesa común. La caridad cristiana hace memoria del amor de Dios, alimentador y alimento, llevándonos hacia la actividad más excelente en la que nos debemos implicar: el amor, por amor a Dios, a los comensales a los que Dios ha invitado a su mesa. Nos interesamos por la vida de cada uno porque el Señor se ha interesado hasta dar la vida de su Hijo por cada uno. Esto lo celebramos en el banquete de la Eucaristía, que nos lleva a que nuestra vida no tenga mayor interés que en participar del amor del Padre, el Hijo y el Espíritu, del que nos nutrimos por la entrega del Hijo en la Cruz y su Pascua vivificadora.
Si nuestra morada, que somos nosotros mismos, no se implica preferentemente en apreciar, celebrar, compartir este alimento, en vez de aprovechar la vida que el Altísimo nos ofrece, renunciamos a participar realmente en esta mesa que da sentido a lo que somos y seremos, y, entercados en prolongar el desierto, no habrá esperanza en el vergel, anticipado en la Eucaristía.