Hch 2,1-11: “¿Cómo es que los oímos hablar en nuestra lengua nativa?”
Sal 103: Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.
1Co 12,3-7.12-13: Hemos sido bautizados en un solo Espíritu, para formar un solo cuerpo.
Jn 20,19-23: “Recibid el Espíritu Santo”.
Del agua se ha venido hablando cuando faltaba; más aún, cuando su ausencia, al no llegar las lluvias, nos había llevado a una situación altamente preocupante e incluso crítica. Las lluvias de los últimos días, con previsión de que se prolonguen algunas jornadas más, han mitigado los apuros y es posible que volvamos a descuidar el buen uso de los recursos hídricos, olvidándonos de la carestía.
Junto con el fuego y el viento, el agua es una poderosa y antigua imagen para hablarnos del Espíritu. Desde pronto en la Iglesia se contempló al Espíritu desde este símil, describiendo a un Dios Padre alfarero que toma tierra del suelo para humedecerla con el Espíritu Santo y dar forma al ser humano, siempre necesitado de esta agua espiritual para poder recibir la forma de las manos divinas.
La ausencia del Espíritu en nuestro mundo, en nuestras vidas, deja consecuencias notables. Si no está presente no es porque el Padre no lo entregue con generosidad y sin medida, sino porque lo rechazamos mediante nuestro pecado, un no rotundo a Dios que le pone reticencias en su actividad en nuestras vidas. Entre los efectos más visibles y dañinos del rechazo al Espíritu está la idolatría. Es el Espíritu quien nos lleva a reconocer a Dios como Padre, al Hijo como Salvador y al mismo Espíritu como dador de vida. Al no dejarle trabajar en nosotros, se olvida el rastro de Dios y, como nuestro corazón está modelado para su alabanza, buscamos otros dioses. Otra consecuencia desastrosa es cualquier atentado contra la comunión que parte del individualismo y que lleva a la insensibilidad e indiferencia, el rencor, la envida, el juicio. Por el contrario, el Espíritu hace posible y promueve la comunión, la fraternidad cristiana. La diversidad de lenguas de Pentecostés no es producto del caos, sino de la riqueza plural de la humanidad gracias a este Espíritu, donde la armonía sinfónica de muchos radica en la unión en Jesucristo como centro de la vida.
Por esto, la misión de la Iglesia ha de concretarse más incisiva y tenazmente en aquellos espacios donde se detecta la carencia del Espíritu, al que se le ha dicho no, y llevarlo allí con un sí decidido y perseverante. El Espíritu que insufló Jesús el día de su Resurrección en el relato de Juan, que envió el día de Pentecostés en la narración de Lucas en los Hechos de los apóstoles, va unida a la Paz, como confianza y entrega a Cristo, y a una misión para la cual cualifica el Espíritu unida al perdón de los pecados. Este es uno de los remedios más clamorosos contra la idolatría y la división. Para el perdón es necesario participar de la misericordia del Padre como prioridad y como criterio y decisión en nuestras relaciones. Donde hay odio no está el Espíritu, donde hay perdón, ha encontrado un hogar para vivir y renovar el corazón humano que Dios Padre plasmó con sus manos, el Hijo que da forma y el Espíritu, que humedece para enternecer la tierra seca. Él la mejor lluvia, la única, la imprescindible.