Lc 24: Cómo ardía nuestro corazón mientras nos explicaba las Escrituras.
El camino de regreso a casa tiene que darse antes o después. A veces con los objetivos conseguidos, otras ocasiones con la frustración de no haberlos alcanzado. No se puso el pie en la calle sin motivo, no se vuelve adentro sin haber recibido algo, aunque haya sido fracaso; de uno u otro modo la persona que volvió llega con algún tipo de transformación y, traiga lo que traiga, hará que, aunque poco, el hogar cambie. Este espacio tan necesario está vivo y va impregnándose de la impronta de sus moradores conforme le contagian lo que vivieron en sus caminos. En esos itinerarios personales que te llevan al trabajo, a la compra, al recreo, hay como un intercambio de casas, no pocas veces se comparte lo que cada cual vive en la suya. Los bolsillos se llenan de estas experiencias ajenas que te tocan y las transportas sin saberlo hasta tu hogar. De este modo la casa crece.
El hogar del Maestro había crecido nutrido por una convergencia en torno a Él de casas muy dispares. Habían llevado las casas particulares de cada discípulo, Jesús había puesto dos, de la su familia de Nazaret y la de la morada eterna donde se amaban, más allá de las horas y de los espacios, el Padre, el Hijo y el Espíritu. Las distancias eran aún mayores que entre el mejor de los palacios y la más modesta de las chozas, pero Jesús se las había apañado para crear un espacio confortable en el que los hombres no se viesen abrumados ni Dios perdiera calidad de hogar. Tras cada jornada compartida con Jesucristo, los participantes de esta peculiar familia llevarían cosas nuevas a sus casas (tras renovarse ellos); lo mismo misericordia divina, delicadeza hacia los pobres y pecadores, que incomprensión y dureza interior por no haber comprendido.
Y el momento singular para compartir todas estas cosas sería cuando la comida, al llegar todos para el banquete con palabra que cuenta, oído que escucha y alimento que nutre.
Este es el trasfondo del episodio de los discípulos de Emaús. Un camino de regreso a casa, tras partir de la casa del Maestro, terriblemente vacía y sin sentido tras su muerte, una conversación que giraba en torno a la muerte y una derrota para compartir con los del hogar. Jesús, que se les une en el camino, les va a enseñar a llevar a su morada en Emaús, la verdad y la luz de la casa de Dios, que nunca deja de sonar a vida. El resucitado no es reconocido hasta llegar al banquete y verlo partir el pan. Comenzó compartiendo la palabra, lo que preparó sus corazones, y terminó compartiendo el pan, su vida, lo que fue reconocido por ellos como el signo que despertó sus sentidos y su inteligencia. Entonces la casa pudo llenarse de la presencia del Señor resucitado y fueron a comunicarlo al hogar de los discípulos en Jerusalén. Desde entonces, ya todo camino recogería, fuera donde fuera, la victoria del Resucitado y compartirían esta experiencia en los hogares donde fueran recibidos.