Hch 2,42-47: Tenían todo en común.
Sal 117: Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.
1Pe 1,3-9: Por su gran misericordia nos ha regenerado para una esperanza viva.
Jn 20, 19-31: Bienaventurados los que crean sin haber visto.
Comenzaba el Evangelio un domingo por la tarde, en una sala con las puertas cerradas por el miedo de los discípulos a los judíos, y terminaba el domingo siguiente en la misma sala con una de las más rotundas confesiones de fe cristológicas de labios de Tomás: “Señor mío y Dios mío”. El tránsito de una situación a otra pudo producirse por la aparición del Resucitado.
Lo que le sucedió al Maestro, también les podía pasar a ellos. El miedo no era gratuito, sino que tenía sus razones de peso. Ocultos podrían esperar con cautela a que la tensión fuera disipándose. Si antes se vieron en situaciones peligrosas, tenían con ellos al Señor, que les aportaba seguridad y les causaba serenidad. Como se contiene el miedo en los niños cuando están con ellos sus padres, porque entienden que estos son superiores a las amenazas, también así, tal vez, los discípulos con Jesús. Cuando esté fue asesinado ellos se verían desbordados por el miedo; ya no lo tenían a Él para infundir su paz.
Al aparecerse el Señor resucitado saluda con el saludo habitual entre los judíos: “La paz con vosotros”, con el agravante de que su paz realmente desplaza el miedo porque confirma su victoria sobre la muerte y su presencia entre ellos. Resalta la convicción de que ya no hay motivos para temer de modo absoluto ni para la tristeza. Junto con el saludo les envía el Espíritu, que será quien abra los sentidos de ellos para percibir la presencia del resucitado en sus vidas y en la comunidad, y para trabajar como mensajeros de la misericordia. De ahí que este envío esté seguido por el perdón de los pecados. La educación de los padres a los hijos, uno de los ejercicios mayores de misericordia, de benevolencia hacia otros, los llevará a que puedan afrontar con autonomía y responsabilidad los diversos retos de la vida. Una mala educación pretende ocultar o quitar las dificultades, eximir de responsabilidades y, aun sin saberlo, fomentar mentalidades inmaduras e infantiles. El envío del Espíritu infundirá fe en Cristo vivo, para superar temores y trabajar por la misericordia.
Tomás no había visto al resucitado, por lo que él continuaría con sus miedos, a pesar de ver a sus colegas sospechosamente cambiados hacia la alegría. El testimonio de aquella comunidad de discípulos, de la Iglesia naciente, no le fue suficiente al apóstol Tomás. Pero tampoco lo que ellos le transmitían con su propio entusiasmo. El miedo y la tristeza conducen sin mucha dificultad a una hermeticidad interna que se cierra y no llega a valorar los signos de la realidad de Cristo resucitado. Esta cerrazón impide mirar más allá de uno mismo y es la subjetividad propia la que dictamina, sin atender a los otros. La misma expresión de no creer hasta tocar literalmente el cuerpo de Jesús en sus llagas manifiesta una actitud distante de la verdadera fe, pero muy compartida. Lo que no acerco hasta mí, lo que no llevo a mis manos y no puedo palpar, manejar, hasta manipular no es real. No está lejos de la inmediatez que sufrimos actualmente, tanto en el tiempo (el cumplimiento de mis deseos ya) y también en el espacio (aquí, conmigo, para hacerlo mío, a mi modo).
Las mismas llagas que el Señor le invita a Tomás a tocar son el signo visible de la apertura por el amor obediente al Padre, de la entrega más allá de los deseos de preservación y de los miedos, de la apertura de las manos y los pies para acoger y abrazar y no para poseer.
El encuentro con Cristo vivo es tan poderoso que quiebra la dureza de Tomás para proclamar a Cristo como su Señor y su Dios: “Señor mío y Dios mío”. El desenlace revela la apertura a algo más allá de uno mismo con sus razones y temores, al reconocimiento del Dios que rompe barreras. Y, al mismo tiempo, precave ante la actitud posible de cristianos que dudan de la veracidad de la resurrección de Cristo, porque, en definitiva, no creen a quien guarda su mensaje y la noticia de la pascua, que es la Iglesia.
La misericordia de Dios de la que nos alimentamos y nos mueve a llevarla a los demás se vive en la familia de la Iglesia y parte del Espíritu Santo que, en nosotros, nos permite reconocer a Cristo como Señor y Dios. Disipa los miedos, porque hace estar convencido de que Jesucristo ha resucitado y su presencia entre nosotros es real.